La princesa, en realidad, no tiene sangre azul, aunque en tiempos se comportaba como si la tuviera. No forma parte de la familia real, aunque hizo todo lo posible para codearse con ella en los años de vino y rosas en que la familia veraneaba entre barcos, allí en Mallorca, y ella cortaba el bacalao desde el trono -tronito- de su partido diminuto, Unió Mallorquina (que era canijo en votos, no llegaba a treinta mil, pero hábil como pocos para rentabilizar su papel de bisagra y controlar las competencias sobre urbanismo). La princesa era María Antonia Munar, lideresa del partido y presidenta del gobierno de la isla durante doce años.
La finca de Can Domenge, que da nombre al caso por el que hoy ha sido condenada, en realidad son dos fincas, una de seis mil metros cuadrados y otra de cuarenta y seis mil, en el centro de Palma de Mallorca. Un caramelo urbanístico. La finca era de propiedad pública hasta que el gobierno de la isla, el de Munar, decidió sacarla a concurso en 2005. Hubo una empresa, llamada Sacresa, que ofreció por el terreno treinta millones de euros. Hubo otra, una UTE en la que estaba Josel SL, que ofreció ¡sesenta millones! ¡El doble! ¿Quién ganó el concurso? Sacresa.
Ofreciendo la mitad, recibió la calificación de “mejor oferta”. Con un par. ”Hechos probados”, dice la sentencia: “Los acusados, funcionarios o cargos del Consell Insular unos (el gobierno de la isla), particulares los otros, se concertaron para beneficiar de manera arbitraria a una sociedad determinada, causando un cuantioso perjuicio económico a la administracón”.
La vieja historia, ¿verdad?: quien tiene poder para tomar decisiones administrativas ejecuta el trato de favor con una empresa amiga ¿a cambio de qué? En unos casos es a cambio de financiación para el partido, en otros son comisiones que se embolsan los cargos públicos, y a menudo son los dos a la vez, maletines para ellos y maletón para el partido. Un procedimiento administrativo amañado, un cuento, que sólo buscaba dar apariencia de legalidad a un enorme chanchullo. Añade la sentencia: “Fingieron haber tomado la decisión en aras del interés general, cuando lo cierto es que no tenía otra finalidad que favorecer arbitrariamente a una empresa con perjuicio para el patrimonio de la administración”, es decir, de todos los mallorquines.
Y sobre el papel desempeñado por la princesa en todo el trapicheo entiende el tribunal que “fueella de quien, directa y personalmente, partió la idea de explicar que la adjudicación tenía por objeto la realización de un proyecto emblemático como argumento inventado o excusa orquestada y urdida frente a los técnicos del Consejo”, traducido, que se inventó una milonga para justificar que el terreno se lo quedaba aquel que pagaba menos y eludir los controles de los técnicos. Fraude a la administración, inducción a la prevaricación y revelación de secretos. Estos son los delitos que, a juicio del tribunal, cometió María Antonia Munar y que le merecen seis años de prisión y dieciocho de inhabilitación para cargo público.
Esto es lo que hoy ha dicho la Audiencia de Mallorca, pero seguramente la señora, al saberlo, habrá pensado que ya veremos lo que dice en su día el Tribunal Supremo. Es lógico que lo piense: contra la sentencia de la Provincial cabe recurso y, viendo lo que ha pasado hoy mismo con Jaume Matas, otro mandamás de aquellos años tan prósperos (sobre todo para algunos) en Baleares, tiene sentido que la princesa aún confíe en salir de Can Domenge con bastantes menos daños. Porque a Matas lo condenó esta misma Audiencia a seis años de cárcel por prevaricación, malversación y tráfico de influencias, y hoy el Supremo le ha metido un correctivo de órdago a la Provincial y ha hecho menguar tan notablemente los delitos y la pena que, de seis años de cárcel, se le queda en menos de uno: nueve meses de prisión, o lo que es lo mismo, que no llegará a ser encerrado -mientras no tenga nuevas condenas- porque la pena inferior a dos años se puede cumplir fuera.
¿Y Matas por qué fue condenado? Bueno, lo de Matas se parece bastante, en origen, a lo de Munar: todos estos casos empiezan de la misma forma, con adjudicaciones de terrenos o contratos para construir algo en los que una parte del dinero se destinó, no a construir, sino a pagar favores. Siendo Jaume Matas presidente autonómico, el presupuesto para la construcción del Palma Arena pasó de cuarenta y ocho millones de euros a casi cien. La fiscalía y el juez de instrucción empezaron a indagar sobre posibles sobornos y dinero negro. Y el caso empezó a engordar y engordar tanto (un poco como le está pasando a la Gürtel) que el juez empezó a dividir el caso en piezas separadas. Porque lo que se acabó investigando fue, en la práctica, toda la gestión de un presidente autonómico bajo sospecha. Incluyendo -y éste fue el primer trozo de sumario que llegó a juicio- el caso Concursoo caso Alemany.
Antonio Alemany es un señor que montó una empresa llamada Nimbus con idea de beneficiarse de su proximidad, política y personal, al señor Matas (que la administración autonómica le contratara para la prestación de servicios). En la práctica se encargó de escribirle discursos al presidente, bajo la modalidad de contrato de asesoría externa, llámalo pulpo. Lo que la Audiencia de Mallorca consideró probado es que el concurso al que se presenta, y gana, Alemany, estuvo prefabricado a su medida y que parte del dinero que éste percibió lo dedicó a pagar los favores prestados. Circunstancias que el Supremo, en su sentencia rectificatoria, no niega.
Lo que corrige es la calificación delictiva de los hechos y el grado de participación en los mismos de Jaume Matas. En la actuación del entonces presidente no aprecia, en contra de lo que dijo el tribunal anterior, ni prevaricación, ni malversación ni inducción al fraude administrativo. Matas cumplió los trámites. Como dice el Supremo, las consideraciones éticas o morales no son objeto de la sentencia. Lo que sí cometió, y por eso le caen los nueve meses, es delito de tráfico de influencias. ¿Por qué? Porque Alemany le dice a Matas que se le ha ocurrido que podría montar una agencia de noticias autonómica, Matas se compromete a darle todas las subvenciones que pueda y cursa instrucciones, en ese sentido, al director general de Comunicación del gobierno balear, Martorell, para que, en cuanto se reciba la solicitud de ayuda pública, se procediera a concederla.
Entiende el Supremo que ahí sí están probado todos los requisitos fijados para este delito: el presidente, valiéndose de su cargo, ejerce influencia sobre otro cargo público y es en virtud de esa influencia como el solicitante recibe la subvención. Existe un compromiso previo de financiación que, en efecto, se ejecuta. Luego el condenado por traficar con influencias, Jaume Matas, permanece como condenado, en este extremo, y sigue siendo, por tanto y a los ojos del Supremo, un delincuente.