La derecha francesa estrenó ayer este método para elegir a su candidato a las presidenciales de la próxima primavera. ¿Se acuerda usted de Nicolas Sarkozy? Pues ya no hace falta que se acuerde. No volverá a ser presidente de Francia. Ni siquiera volverá a ser candidato a la presidencia. No pasó la criba de las primarias en la derecha francesa. Anoche dijo au revoir.
Fue presidente cinco años. Creía tener asegurados otros cinco y cayó en 2012 ante un adversario tan poco entusiasmante como Francois Hollande. El socialista que venía a poner patas arriba la política de austeridad europea y a disputarle a Angela Merkel el liderazgo del continente.
Para el carismático Sarkozy fue una humillación perder contra el tal Hollande, pero seguramente ha sido aún más decepcionante no poder ni siquiera competir cinco años después, cuando pensaba que la nostalgia por aquel liderazgo fuerte en el partido que él mismo ha contribuido a refundar daría alas a su operación retorno.
El añorado, el deseado, el firme Sarkozy. Le ha ganado la partida uno que tampoco es que sea nuevo: lo tuvo de primer ministro, Francois Fillon, ganador contra pronóstico de la primera vuelta de las primarias y ahora ya favorito para hacerse con la candidatura el próximo domingo.
Está la derecha tradicional francesa —-ahora llamada Los Republicanos— metida en un debate parecido al que aquí tiene el Partido Socialista respecto de Podemos: si para evitar que se le vaya voto al extremo que encarna el Frente Nacional debe parecerse un poco más a él (en la política migratoria, por ejemplo, vinculándola a la seguridad y la amenaza del yihadismo), o, por el contrario, lo que debe hacer es subrayar sus diferencias como partido moderado que huye del populismo extremo.
Marine Le Pen, señora que cabalga sobre ese populismo nacionalista y anti europeo, está segura de que llegará a la segunda vuelta. Y a imagen y semenjanza de su nuevo superhéroe Donald Trump, incluso cree que podrá ganar. Lo tendrá difícil porque, llegados a la segunda y última vuelta, lo previsible es que socialistas y conservadores voten por aquel de los suyos que haya llegado hasta allí para que Le Pen pierda. El problema es que llevamos todo el año contando cómo sucede lo contrario a lo que parecía previsto.
Hollande llegó hace cinco años como la esperanza europea de izquierdas para poner en su sitio a Angela Merkel. La malvada opresora que pretendía esclavizar a Europa. Los fotomontajes que la retrataban con bigotito hitleriano, ¿recuerdan? Por tercera vez Alemania invadía Europa, toda aquella morralla intelectualoide que tan buena acogida tuvo entre un sector del tertuliaje patrio.
Si la alemana consigue su propósito de concurrir de nuevo, y ganar de nuevo, las elecciones del año que viene en Alemania, podrá presumir de haber sobrevivido a todos. A Hollande, a Sarkozy, a Gordon Brown, a Tony Blair, a Berlusconi, Monti y Letta en Italia, a Rodríguez Zapatero en España. Si consigue gobernar dieciséis años, hasta 2021, sobrevivirá incluso a Mariano Rajoy, el hombre al que le puso las pilas, en 2012, para que acelerara con la reforma de la banca española y al que le dijo el viernes pasado en Berlín: “Mariano, tienes la piel de un elefante”.
En la Europa del Bréxit, de la incertidumbre francesa, de la incertidumbre italiana (referéndum el día 4) y de la incertidumbre por la onda expansiva que pueda tener lo de Trump, Merkel y Rajoy tratan de rentabilizan su imagen de gobernantes previsibles. El dique contra aventuras de efecto imprevisible. Aunque Merkel venga encajando derrotas regionales y aunque Rajoy no esté en condiciones de asegurar cuánto va a durar la legislatura.
La noticia política en España es el matrimonio Urkullu-Mendía. El casamiento del PNV con el Partido Socialista (y del PSOE con el PNV) para gobernar juntos el País Vasco. Ésta vez ha preferido Urkullu compartir el gobierno y establecer una alianza permanente y con obligaciones mutuas.
En la nota que difundió ayer la gestora del PSOE --que tiene tres líneas y sólo viene a decir que ella no ha tenido ni arte ni parte en esto-- el PNV aparece descrito como “el nacionalismo moderado”. Nada se dice de su condición de partido conservador. Menos aún se dice que sea el aliado natural del PP como formación de derechas, ¿se acuerdan?, aquello que le decían los socialistas a Rajoy: pacte con sus afines en el Congreso, la mayoría de la cámara es de derechas. Ahora que se anuncia matrimonio en Vitoria, el afín ha resultado ser el Partido Socialista de Euskadi, como fue siempre.
Hoy lo menciona Nicolás Redondo en una tribuna en El Mundo: tanto revuelo por la abstención socialista en la investidura de Rajoy y ni un ruido por el pacto de gobierno con el nacionalismo conservador en el País Vasco. No le parece mal a Redondo el entendimiento con los nacionalistas, pero está como el resto del partido, a la espera de saber en qué consiste el acuerdo.
Los socialistas vascos se incomodan cuando se les recuerda que López fue lendakari porque el Partido Popular así lo quiso. Actúan como si aquello nunca hubiera pasado porque el pacto del que se sienten orgullosos es el que firmaron con Ardanza. Con el PNV. El afín siempre ha sido el PSE. Y casarse con el PSE le permite a Urkullu apoyarle a Rajoy los Presupuestos Generales del Estado sin que nadie le tache de escudero mariano. Todo sea por la gobernabilidad: en las Cortes con el PP y en Vitoria con el PSOE.
En la legislatura anterior el PNV tenía un diputado menos y el PSE tenía siete más, pero no le pareció a Urkullu entonces necesario un gobierno en pareja. Ahora sí. ¿Por qué?
Si hay que resumir la respuesta en una palabra podría ser transversal. El principal proyecto que pretende sacar adelante Urkullu en esta legislatura es el nuevo estatuto de autonomía, o como prefiere decir el PNV, el nuevo estatus del País Vasco como nación integrada en el estado plurinacional llamado España. Una nación vasca que se relaciona con el gobierno central bilateralmente, de tú a tú, no como una autonomía más. Ésta es la meta, revisar la condición jurídica de Euskadi.
A Urkullu él nadie le va a encontrar —lo tiene dicho— en la independencia por las bravas que pretenden Esquerra y Convergencia en Cataluña. Ni siquiera está en su horizonte inmediato la separación de España. Pero…tampoco renuncia a ella. Al final del camino —sea ahora o sea dentro de dos lendakaris— sigue estando lo mismo: la potestad para poder emanciparse algún día de España. “Nuestra aspiración de hoy”, dicen en el PNV, “es más autogobierno, por vías legales y previa consulta popular”. Que significa pactar una propuesta de nuevo estatuto en el Parlamento vasco, conseguir que la ratifiquen las Cortes y refrendarla en consulta ciudadana. Introduciendo en ese nuevo texto un sujeto jurídico llamado pueblo vasco al que se reconozca el derecho a decidir su futuro.
Y el gobierno que, amparado en una ponencia parlamentaria, pondrá todo esto en marcha será el gobierno conjunto —transversal— de peneuvistas y socialistas. El PSE aportará el marchamo de constitucionalidad que requiere la propuesta.