La ceremonia de la no investidura terminó el viernes por la noche. Pedro Sánchez ya no luce como segundo apellido el de “el propuesto”. Intentó que siguieran girando a la vez todos los platillos chinos —Ciudadanos, Podemos, las franquicias, la abstención del PP— pero el número de malabarismo, voluntarioso, terminó con los platos por el suelo. Sánchez probó y falló. En ningún lugar pone que él tenga que volver a ser el candidato. Ni siquiera en el documento que tiene firmado con Ciudadanos y que blindaron, ante el público, de nuevo ambas partes este fin de semana.
A la espera de nuevo candidato, el rey recibe a otro hombre medio naufragado, Patxi López…
…torpón en su debut como árbitro, incapaz de conducir el juego sin caer en las trampas, incluso las burlas, de veteranos diputados de colmillo retorcido y debutantes con el colmillo recto y afilado.
No tiene obligación el rey —se nos explica— de convocar de nuevo a consultas a los grupos parlamentarios. No tiene obligación de proponer un nuevo candidato. De momento, se entiende. Porque dice la Constitución que habrá n de tramitarse sucesivas propuestas. Ésa, y sólo esa, es la razón de que exista un plazo —dos meses que se van a hacer largos— antes de asumir que no hay manera y convocar elecciones de nuevo.
Tiene todo el sentido que escuchando lo que dicen Rajoy, Sánchez, Iglesias y Rivera, el público se pregunte si no hay manera de ahorrase los dos meses y llamarnos a las urnas el domingo que viene, o el siguiente, como muy lejos. Si Sánchez mantendrá su pacto con Rivera, Podemos nunca facilitará un gobierno con Ciudadanos, el PP nunca renunciará a que gobierne Rajoy y el PSOE jamás permitirá que Rajoy gobierne, oiga, no es que la aritmética sea endiablada, es que lo son las incompatibilidades, los vetos y las trincheras que entre estos cuatro líderes han cavado.
Los dos estribillos que más han repetido estos líderes desde el veinte de noviembre son éstos:
• Lo peor que puede suceder es que haya que ir a elecciones de nuevo. ¡Vaya!
• Y el pueblo ha votado pactos y entendimiento entre diferentes. Por eso el pueblo no le ha dado mayoría suficiente a ninguno de los cuatro. ¡Vaya!, de nuevo.
Ambos estribillos son falsos.
El día de las elecciones no va el pueblo a un colegio electoral a ponerse de acuerdo sobre cuántas papeletas de meten de cada partido para que —cinco para éste, ponle cuatro al otro, dale por lo menos tres a los dos nuevos— tengan la obligación de pactar. Es un camelo. Ciertas son estas cuatro cosas:
• Primera, que cada uno votamos en nuestra cabina electoral sin saber lo que va a votar el resto del electorado.
• Segunda, que cada uno votamos en la esperanza de que gane el nuestro y gobierne conforme al programa que nos ha presentado.
• Tercera, que votar al mismo no supone que tengamos la misma opinión sobre con quién debería intentar éste pactar primero. Y renunciando a qué.
• Y cuarta, que una vez que hemos emitido el voto, nuestro candidato ya no nos preguntará nada más. Es él a quien confiamos la gestión del apoyo que le hemos dado, es él —-con la dirección del partido, si acaso, mediante consulta distorsionada, con la militancia—- que decidirá en adelante lo que hace.
Ahora que estamos ya en la cuenta atrás hacia el final de esta legislatura recién comenzada, todos los líderes repiten que lo peor es que haya que convocar elecciones otra vez. Ay, dicen, sería un fracaso. Un incumplimiento del mandato de pactar. Una forma de decirle al pueblo —¡anatema!— que se ha equivocado.
Resulta revelador que incluso aquellos que hasta hace medio año se llenaban la boca con aquello de “democracia no es votar cada cuatro años” se espanten ahora ante la idea de tener que votar más a menudo; antes estaban con que lo democrático era consultarnos todo a todas horas y ahora que ya han entrado ellos en el el Parlamento que sí nos representa ya no consideran necesario consultar nada.
Podemos ni siquiera ha consultado a sus militantes qué debía hacer ante el pacto del PSOE con Ciudadanos —ahí está César Luena, erigiéndose by the face en intérprete de los votantes podémicos—-. Albert Rivera tampoco ha considerado necesario preguntar a los suyos a qué candidato debería prestar su apoyo. Y a ningún partido se le ha ocurrido, por supuesto, preguntarle a la población en su conjunto (toda ella) qué pacto quieren que se alcance para gobernar España. Tan amantes, algunos, de las consultas populares, y en esto de la investidura han preferido no mencionar ni las encuestas de los diarios.
Que haya urnas de nuevo tiene un grave inconveniente, es verdad, y es el tiempo de indefinición que se prolonga, la incertidumbre que tanto incomoda a los inversores, a los contratantes, y que podría alcanzar hasta el otoño. Pero lo peor sería que, habiendo urnas de nuevo, saliera un Parlamento no con la misma aritmética —-que nadie nos engañe, no hay aritmética inmanejable— sino con los mismos dirigentes encargados de gestionar este mismo resultado.
Veamos cómo quedaría, entonces, este silogismo:
• Premisa primera: son ellos, los dirigentes de los partidos, todos ellos, los que dicen saber que el pueblo ha votado entendimiento y pacto.
• Premisa segunda: son ellos, todos ellos, los que sostienen que el peor escenario sería la repetición de las elecciones.
• Luego, conclusión, son ellos, todos ellos, los que deberían comprometerse hoy mismo, si finalmente se repiten, a marcharse a su casa. Por incapacidad, por incompetencia. Y, sobre todo, por coherencia con los discursos que hoy están haciendo.