Será el viernes, a eso de las ocho de la tarde, cuando Pedro I deje de estar propuesto. El primer presidente de gobierno nonato de la democracia española —incluso Calvo Sotelo consiguió salir a la segunda— que esta vez sí, por esto sí, va a hacer historia.
¿Cuál es la liturgia que viene ahora? ¿Toma la iniciativa de nuevo el monarca? Después de que, por cierto, Sánchez y Rajoy se acusaran mutuamente, de viva voz, de haberle engañado. ¡Al rey! Que debe de ser un hombre inocentón, o medio bobo, que no se entera de nada. Dejen de ayudar tanto al rey, que van a acabar con la corona. ¿Qué dirá Pablo si a Felipe VI se le ocurre proponer ahora como aspirante a la naranja mecánica?
Vibrante. Encendido. Diverso. Apasionado. El debate de in-investidura de Pedro Sánchez le devolvió interés al Parlamento. Esta nueva cámara que corrige aquello de lo que adoleció la anterior en la segunda parte de la legislatura: la ausencia de nuevos partidos, y nuevos líderes, que aún no habían llegado al hemiciclo pero que ya estaban marcando el debate público desde la calle y las televisiones. El decalage, el desfase, ya se ha resuelto y los Iglesias, los Rivera, los Domenech, pueden hacer sus prédicas desde la tribuna y aplaudirse, rebatirse, abrazarse o incluso morrerarse, si lo desean, en el nuevo Hemiciclo. Donde el grupo más nutrido de la cámara, en todo caso, sigue siendo el que era, el PP.
El discurso más redondo fue el de Rajoy, aunque acabara siendo Pablo Iglesias, con gran diferencia, quien consiguiera hacer más ruido.
Porque Iglesias estaba esperando a Sánchez para ajustar cuentas. Su arremetida contra el candidato —abroncándole, aleccionándole, arrinconándole— se resumió en una exigencia: a nosotros, Pedro, no nos ninguneee. Trátanos como a iguales. Me respetes, Pedro. El estratega que ha visto frustrada, por el desdén socialista, la hoja de ruta de su rigodón —como diría Rajoy— con el achicado Sánchez, devolvió el golpe con una mezcla de agresividad y paternalismo: cuídese de Rivera, cuídese de Felipe, cuídese de los cantos de sirenas.
Y, por supuesto, no se cuide de mí, de mí no tiene que cuidarse porque yo soy beatífico, leal y constructivo. La pugna que empezó en las elecciones europeas, quién manda en la izquierda española, llevada a su grado máximo.
En el lado izquierdo de la cámara, Iglesias zumbando a Sánchez mientras éste se cubría con los puños la cara. En el lado derecho, el joven Rivera intentando destronar a Rajoy, descabalgarse de la montura del PP con una palanca hecha de palillos. Hace días que Rivera pone el foco en la persona, no en el partido. Llamando a la infantería popular a la sublevación y la guillotina.
Con poco éxito. Si Rajoy acaba yéndose, será cuando y como él decida. No hay ni voluntad ni músculo en el partido para un amotinamiento.
Rajoy entusiasmó a los suyos. El renacido, le llamaban. Aunque siga teniendo los mismos apoyos que anteayer y las mismas posibilidades de formar gobierno. No es que Rajoy haya cambiado, en realidad, ni de postura ni de argumentos. Es que Rajoy se escribió —o encargó que le escribieran, tanto da— un muy apreciable texto coñón. Alternando el sarcasmo con la sátira y una sorna de aroma cervantino. Riéndose de los libros de caballerías mientras finge rendida admiración por las gestas de Belianís de Grecia y Felixmarte de Hircania. Puede que éste haya sido el mejor discurso que pronunció en sus cuatro años de presidente. Puede que le haya resultado siempre más fácil reirse de los proyectos ajenos que aportar brillantez a los propios.
El de Pablo Iglesias también fue un texto notable, en otro estilo. Frente a la guasa ácida, el verbo acerado, hiriente. Savonarola enviando a la hoguera a todos: a unos por su pasado, a otros por su presente, a otros por no comprarle a él un futuro. Encadenando frases rotundas y bien resueltas, acreditando el orador una pasmosa habilidad para hablar sin tomar aire y elevando la voz hasta tronar en el hemiciclo…voceando. Un discurso trabajado del que va a quedar, sin embargo, para la historia, que llamó a Rivera la naranja mecánica y que le recordó a Felipe González, a estas alturas, la cal viva de Lasa y Zabala —sus votantes más jóvenes debieron de irse a Google para saber de qué diablos hablaba; y ya, de paso, si en Guisando hubo referéndum de autodeterminación entre los castellanos—.
En la competición entre los dos líderes debutantes, Iglesias se llevó la cal viva al agua. Excesivo, bronco y mitinero. Pero tremendamente eficaz. Éste es el estilo que hoy triunfa. El mister Hyde que se rasga las vestiduras para que luego el doctor Jeckyl les diga a los periodistas que hubiera preferido no tener que hacerlo. El activista que prende fuego al puente y luego se lamenta de que la gente vaya por ahí encendiendo cerillas.
Albert Rivera se esforzó más en el ataque a Rajoy que en la defensa de Pedro Sánchez; más en explicar por qué el primero debe irse que en cantarle a la cámara las virtudes del segundo. De hecho, no cantó más virtud que el hecho de haber aceptado el ochenta por ciento de su propio programa. Encajó con dignidad Rivera que Pedro Sánchez repitiera hasta la extenuación que, si bastara con Podemos para sumar mayoría de gobierno, ya estaría gobernando con Pablo. Ciudadanos como segundo plato, el esposo del que nunca estuvo enamorado. “Lamentablemente no hay mayoría de izquierda”, decía Sánchez, “y ojalá la hubiera”. Mientras Albert ponía cara de novio sufrido y sacrificado.
Visto lo visto, Sánchez hizo bien en rematar su discurso del martes por la tarde declarando cumplidos sus objetivos. Llegar hasta aquí, aunque de aquí no pase su pretensión de presidir el gobierno. Ayer, en el cuerpo a cuerpo, no alcanzó a cumplir ningún objetivo más. Si acaso, el de subrayar su nuevo perfil conciliador y pacífico —-el profeta del respeto mutuo, qué fue de aquel que llamaba indecente a su adversario— en marcado contraste pre-electoral con el estilo provocador, porfiador, desafiante, de su adversario de verdad, que sigue siendo Pablo Iglesias.