Donald Woods estaba en su derecho de titular su historia “Buscando problemas” porque es el periodista blanco-blanquísimo que se atrevió a desmentir, en su periódico, las fábulas gubernamentales sobre los “incidentes” que causaba el apartheidbasándose en los datos que le aportaba el movimiento de Steve Biko, es decir, los que no eran blancos. El periodista convertido en testigo impertinente e incómodo. Acabaría abandonando clandestinamente su país para poder publicar la historia de la muerte de Biko en comisaría, origen de la película “Grita libertad” que avergonzó al régimen sudafricano en los cines de medio mundo cuando aún no había sacado de prisión a Nelson Mandela. Si el periodista crítico, blanco-blanquísimo, hubo de salir de su país por piernas, imagina qué no les pasaría a los periodistas negros, la mitad de los días detenidos, la otra mitad imprimiendo clandestinamente periódicos de una sola hoja. En países con regímenes opresivos, como aquel del apartheid o estos que aún sobreviven en Guinea Ecuatorial, en Corea del Norte, en Cuba, el periodista es “el enemigo”que boicotea la realidad amable (y falsa) con que el poder trata de mantener anestesiada a su opinión pública. Qué habrán pensado los disidentes cubanos, los exiliados, al escuchar a Raúl Castro presumir de diálogo y de respeto a quienes piensan distinto en el acto de homenaje a Mandela, qué habrán pensado los represaliados de Zimbabue, o los homosexuales, al ver tan ufano en el palco de autoridades a Mugabe, otro que utiliza a Mandela como blanqueador de sus muchos crímenes de Estado. En los países con regímenes opresores, el periodista es enemigo. En otros países, donde grupos armados se disputan el poder matando hombres, reclutando niños y violando mujeres (ahí está la República Centroafricana, a quién le importa, como ejemplo más inmediato), el periodista es elemento incómodo al que los bandos tratan de utilizar para su causa y contra el que se revuelven cuando éste intenta contar honradamente lo que está viendo. Y hay todavía otros lugares en que el periodista es visto como enemigo por el régimen opresor, como elemento incómodo por los bandos armados que sólo celebran la propaganda y como mercancía valiosa para los ladrones de vidas que secuestran personas para ponerles precio. Este lugar, hoy, se llama Siria. El país en el que tres periodistas españoles están secuestrados. Marc Marginedas desde el 4 de septiembre. Javier Espinosa y Ricardo García Vilanova desde el 16 de ese mismo mes. Del secuestro de Marginedas informó tres semanas después El Periódico de Cataluña; del secuestro de Espinosa y Vilanova ha informado hoy el diario El Mundo. La noticia lo es (es novedad) para los lectores y la opinión pública, no así, claro, paras las familias de los reporteros, sus compañeros de redacción y el ministerio de Asuntos Exteriores. Cuando se produce un secuestro, las autoridades aconsejan mantenerlo en el ámbito privado, sólo el medio y la familia, porque se cree que es la manera de evitar que, deslumbrados por la trascendencia pública del asunto, los secuestradores endurezcan sus exigencias, suban el precio. Cuando un medio decide difundir que un reportero suyo está secuestrado, lo hace porque entiende que lo prioritario es hacer llegar un mensaje a sus captores: son periodistas, dicen la verdad cuando afirman ser periodistas, no militan para ninguno de los bandos y están allí para contar la guerra que esos bandos libran. De no ser por ellos, por los reporteros, nadie habría sabido del bombardeo que sufrió el barrio rebelde de Baba Amro, en Homs. De no ser por ellos, los reporteros, nadie se acordaría de que en Siria sigue habiendo una guerra civil en la que participan grupos armados muy diversos. Porque en Siria sigue habiendo violencia y siguen matando gente, aunque como ninguno de los bancos está empleando ahora armas químicas (y como el régimen se ha amansando ante la presión internacional y deja que le registren los inspectores) la indignación aquella insostenible, intolerable, que decían sentir los gobiernos occidentales ante la sangría que se estaba produciendo en ese país se ha vuelto tan tolerable que ni Francois Hollande ha vuelto a decir ya ni media palabra sobre el asunto.
Atrás quedaron las excursiones controladas de periodistas que organizaba el régimen sirio para exhibir la eficacia militar con que el Ejército arrasaba barrios rebeldes. Atrás quedó la simpatía del llamado Ejército rebelde, el otro bando, que facilitaba la entrada de periodistas extranjeros por la frontera turca para llevarlos hasta las ciudades sublevadas para que levantaran acta del sufrimiento y la moral de victoria. Ser periodista sirio en Siria, e intentar hacer un trabajo honrado, supone que probablemente te detenga alguno de los dos bandos o que alguno de los te asesine. Ser reportero de guerra extranjero te convierte en objeto de deseo de los secuestradores profesionalizados. Le pasó a Marginedas, a Espinosa, a Vilanova, le pasó a los cuatro franceses capturados en junio, a Austin Tice, un freelance que colabora con el Post, a Foley, a Bashar Al Kadumi, periodista palestino, Samir Kassab, libanés de Sky News, su compañero Isak Mokhtar y el polaco Marcin Suder.
Con secuestrados, o ahuyentados, o autocensurados, desaparece lo más valioso para entender un conflicto: la información. Imprescindible para saber de una guerra civil, de un baño de sangre en Centroáfrica o de la violación de los derechos humanos en un régimen de supremacía blanca. Donald Woods, el periodista que escribió la historia de Steve Biko, regresó a Sudáfrica temporalmente en los noventa, conoció y se rindió al encanto personal de Mandela, pero no dejó de criticar, por ello, los intentos de amordazar a la prensa que realizó también el nuevo gobierno, es decir, el de Mandela. No todos en aquel gobierno razonaban, sentían y actuaban como el presidente. Mandela, con todos sus defectos, sólo había uno. Sólo ha habido uno. Si Donald Woods aún viviera le habría incomodado, seguramente, esta descripción de Sudáfrica como un paraíso de luz y de color que han hecho algunos enviados especiales recién llegados en sus crónicas pasadas de glucosa y ayunas de hondura. Si algo prueba la ceremonia de hoy es que Mandela, en efecto, sólo hubo uno. Al presidente de ahora, que se llama Zuma, lo recibió con abucheos una parte numerosa del público asistente. Los escándalos de corrupción y abuso de poder pasan factura. Mandela era del CNA, pero el CNA no es Mandela. Al líder fallecido se le sigue honrando, pero al partido gobernante se le sigue exigiendo limpieza y soluciones.
Es verdad que el racismo terminó, no hay segregación institucionalizada, legal, pero sigue habiendo barrios sólo de negros y barrios sólo de blancos. Sigue habiendo vallas electrificadas en muchas casas y carteles de aviso que en lugar de decir “cuidado con el perro” dicen “no te acerques o disparo”. Mandela salió de prisión, pero De Klerck nunca se fue a vivir a Soweto.