EL MONÓLOGO DE ALSINA

El monólogo de Alsina: ‘El pollo y el toripollo’

Les voy a decir una cosa.

Si cualquiera de ustedes va por la calle y un señor le grita “¡toripollo!” seguro que, como poco, se mosquea.

ondacero.es

Madrid | 04.04.2013 20:13

Porque aunque no lo sepa seguro -esta palabra igual no la había oído nunca- tiene la sensación de que le están insultando. Si usted fuera venezolano la palabra sí que le sonaría, pero es probable que tampoco tuviera claro si es insulto o sólo caricatura. Toripollo es quien tiene cuerpo de toro y cabeza de pollo. ¿Mande? Se dice de aquella persona que es físicamente grandota pero cuyas reflexiones resultan bobas. Y el debate que hoy tienen en Venezuela, a diez días de las elecciones presidenciales, es si llamarle toripollo a Nicolás Maduro -el vicepresidente ungido como heredero por el dedazo del difunto Chávez- es insultarle o sólo describirle.

Capriles, el aspirante de la oposición que es que quien le ha puesto el mote a su adversario, dice que él no insulta a nadie, que si Maduro tiene cabeza de pollo (y por eso ve a su padre Chávez en un pajarito chiquitico) él no lo puede ocultar. Maduro, que no se siente cómodo en este debate sobre la linea que separa la descalificación de la guasa, prefiere seguir refiriéndose a Capriles como “ese burguesito fascista de rostro nauseabundo”, oye, sin dobles lecturas. En Venezuela, al que es muy mentiroso le dicen “roñoquero”, un “jala bolas” es un pelota-adulador-servil, “una lora” es una forma despectiva de referirse a cualquier objeto y a quien no tiene dónde reclamar se dice que sólo le queda “llorar p’al monte” (lo que aquí diríamos “ajo y agua”).

De manera que si el juez José Castro en lugar de cordobés fuera venezolano probablemente estaría diciendo que hay que ser muy roñoquero para decir que su auto de ayer es una lora y que el mundo está lleno de jala bolas cortesanos que le van a poner a caer de un burro, haga lo que haga, por haber osado jurungar (o sea, meter las narices) en el entorno de la corona. Y también que ni la fiscalía ni las defensas tienen por qué llorar p’al monte porque para eso está la Audiencia Provincial -órgano superior-, para atender los recursos de quienes crean que el instructor se ha pasado cien pueblos.

Entre los jueces que instruyen sumarios en España los habrá, como en todas las profesiones, buenos, malos, mejores y peores; los habrá más rigurosos, más exigentes en la sustancia de los indicios, y los habrá más laxos; unos pecarán por exceso y otros por defecto; pero en esa labor instructora tienen siempre a defensa y acusación vigilando -fiscalizando sus procedimientos- y un tribunal por encima de ellos, una sala, una audiencia provincial (es decir, otros jueces cada uno con su criterio) que pueden corregir, reconvenir y deshacer las decisiones del instructor, siempre eso sí, ofreciendo razones, argumentos jurídicos. Cabe la posibilidad de que la Audiencia Provincial de Mallorca comparta el criterio de los comentaristas que hoy están diciendo que esta imputación no se aguanta, pero también cabe que ratifique y avale las motivaciones que expresa el juez para decretarla.

Éste es el debate, seguro que interesante, que se va a producir en esa sala judicial, el debate sobre si el juez ha actuado en rigor o se le ha ido la mano; el debate sobre si tiene sentido, o no, incorporar a las motivaciones (no es la única) esto de la percepción social que tendría el no imputar, la sospecha de que no se procede contra la accionista de Aizoon, doña Cristina, por ser infanta.

Hoy buena parte de España se dividió entre el aplauso al juez (“bien imputada está”) y abucheo (“esto no se sostiene”). Cada uno de los dos grupos pudo dividirse, a su vez, en otros dos:

· quienes dicen “bien imputada está” basándose, no en su deseo de que esto          ocurriera, sino en la lectura del auto y quienes lo hacen sin haber leído una línea (incluso sin conocer mínimamente el caso) sólo porque coincide con lo que     querían que pasara, sea porque les cae mal la señora o porque no les gusta la corona;

· en el otro grupo, quienes dicen “esto no se sostiene” basándose en razonamientos también jurídicos y quienes lo dicen porque creen que es lo que toca decir para prestar eficaz servicio a la jefatura del Estado.

No hace falta decir que, así como para unos -los que debaten sobre las razones que aporta el juez- el auto de ayer es lo más relevante, para los otros da igual lo que diga el auto e incluso que haya auto, porque su posición es anterior, e independiente de lo que cada órgano judicial vaya estableciendo.

Hay, aún, un quinto tipo de opiniones. La de quienes sin llegar a criticar las razones que expone el juez, sí critican, o lamentan, la situación que su auto de ayer ha creado. Si el ministro Margallo en lugar de madrileño fuera zuliano -o sea, venezolano de Zulia-  habría dicho “¡a la verga!” Que es como allí dicen “¡Dios mío!” Una infanta imputada, qué va a ser de la marca España.

En su primera reacción a la decisión del juez Castro (primera, porque la segunda ha sido de Rajoy esta tarde, y distinta), el gobierno ha puesto el foco no en los argumentos del juez, o en los contra-argumentos que presentará mañana el fiscal, sino en lo que podríamos llamar efectos secundarios o daños colaterales. Sostiene Margallo que tener imputada a una infanta es muy perjudicial para esa cosa un poco etérea, pero de la que él tanto habla (le encanta el concepto) de la marca España. No ha llegado a explicar cómo se mide eso, qué impacto concreto se percibe, por ejemplo, hoy en la imagen que de nosotros tienen en otros países, o en los mercados; tampoco ha dicho, claro, que antes de imputar a alguien haya que hacer un estudio sobre el perjuicio que eso pueda tener para la imagen del país y la confianza de los inversores, pero sí ha insistido en que esto es motivo de preocupación, “una enorme preocupación”, fueron sus palabras. Esta tarde Rajoy tuvo ocasión de incidir en la preocupación y la marca España pero…no lo hizo. Él sí se limitó al protocolario “respetamos las decisiones judiciales y no se hable más”.

Si el Príncipe de Asturias fuera, en fin, venezolano, habría amanecido mirándose al espejo y diciendo “qué salao”, o sea, vaya mala suerte que has tenido hoy, amigo. Ya es casualidad que el día que todo el mundo tiene en la boca a un juez por haber imputado a una infanta que es su hermana, a ti te toque entregar los despachos a 230 nuevos jueces que inician ahora su trabajo y que quién sabe si en unos años no estarán también imputando a gente que él conozca. Ya podía haber sido una promoción de veterinarios, habrá pensado don Felipe. Que camino del acto en cuestión habrá repasado el discurso que le habían preparado para hoy consciente, porque no ha nacido ayer, de que todo lo que hoy saliera de su boca sería interpretado a la luz de la imputación de su hermana.

Imagina que el príncipe les hubiera dicho a los nuevos jueces: a ver si imputáis con rigor, no como el toripollo de José Castro. Pero no, don Felipe no modificó ni una coma del discurso y por eso se les escuchó decir hoy, con la infanta recién imputada por un juez, que “los jueces son esenciales y merecedores de la mayor confianza