Patricia Ward, especialista en logística, ha contado esta tarde que eso es lo que ella escuchó, el pop, pop, pop, y que al principio le costó identificar ese sonido con alguien disparando. Patricia estaba sacando dinero en el cajero, dentro del edificio en el que trabaja (la comandancia de la Armada de Washington), cuando lo escuchó. Uno de sus compañeros de trabajo dijo: “¿Eso son disparos?” Y se escucharon entonces muchos más. Rick Mason, analista de programas --empleado también de la Armada-- vio a un hombre disparando desde la cuarta planta apuntando hacia el vestíbulo; tuvo la impresión de que estaba apuntando a la gente que estaba en la cafetería. Lo siguiente fue ver a la gente corriendo.
Y escuchar por la megafonía del centro cómo se pedía al personal que se pusiera a cubierto, que buscara refugio o intentara dirigirse al exterior. Paul Desbiens, contratista de la Armada, no llegó a escuchar –-desde donde él estaba—ni los disparos ni a la gente que preguntaba angustiada “¿pero dónde está, dónde está?”. A él lo que le sobresaltó fue la alarma de incendios que empezó a sonar a las ocho y media.
Pensó, como las otras personas que estaban con él, que era un simulacro de incendio; hicieron lo que tienen aprendido hacer en ese caso, que es dirigirse ordenadamente a la puerta principal. Pero cuando llegaron allí lo que había era un montón de policía gritándoles: “Corran, corran”. A Chris Morris, programador informático que trabaja en otro centro oficial, le llegó un mail al móvil media hora después: decía “hay un tirador, un shooter, disparando en el edificio de la Armada; que nadie salga de la oficina y, quien haya salido a desayunar, que no vuelva”.
Recuerda haberse preguntado: “¿Cómo puede haber entrado un hombre armado a una instalación militar protegida?” A esa hora aún no se sabía que el tirador vestía uniforme militar. A esas horas, cuatro de la tarde en la Peninsula, se sabía poco más. A estas horas, aún trata la policía de Washington, el FBI y los propios investigadores de la Armada, de esclarecer lo que ha sucedido, quiénes y cuántos son los autores del asalto y de cuántas víctimas mortales y heridos estamos hablando.
La policía confirmó hace dos horas que “uno de los tiradores” había sido abatido. Pero seguían buscando a otro u otros. Peinando el edificio y acordonando todos los alrededores. En las calles sólo se ve agentes de policía y oficiales de las distintas agencias de seguridad junto a coches patrulla con sus luces encendidas. Aún no existe una versión oficial sobre el suceso, mucho menos sobre su autoría. En lo que insisten las autoridades en Washington es en que estamos ante un hecho aislado, menos mal, un atentado que hizo temer que pudiera estar sucediendo lo mismo en otras sedes oficiales pero que se limita a ésta, en la capital federal de los Estados Unidos y a unos pocos kilómetros de donde reside, por tanto, el presidente Obama.
Cuya comparecencia de esta tarde para hacer balance de los cinco años transcurridos desde Lehman Brothers se retrasó esta tarde por la incertidumbre que había generado, también en la Casa Blanca, el suceso de la Armada. “De nuevo un tiroteo masivo”, ha dicho el presidente hace una hora, iniciando su declaración oficial. Y ese “de nuevo” sonó a la asunción de que tampoco aquel empeño que mostró hace un año para reformar la legislación sobre armas y persuadir al Congreso de que algo había que hacer para atajar los incidentes de este tipo se vio frustrado, se quedó a medio camino, como casi todo lo que ha intentado hacer su administración en estos cinco años.
Hace cinco Obama aún no era presidente, pero ya estaba llegando. La caída de Lehman Brothers se produjo un par de meses antes de las elecciones que le ganó a McCain. Lehman arrastró consigo al sistema financiero hasta dejar la economía mundial como el Costa Concordia. siniestro total, objeto de un largo y penoso reflotamiento. Cinco años del zambombazo financiero y cinco años de las valoraciones --algunas muy lúcidas y otras muy desnortadas-- que se hicieron en los días posteriores. La semana siguiente a lo de Lehman, un selecto grupo de ejecutivos de compañías muy principales de Norteamérica (Google, Microsoft, Alcoa, Boeing, IBM, Citygroup, el Bank of America) se juntaron a desayunar en el mismo sitio, el Waldorf Astoria de Nueva York.
Les invitaba a café con bollos el primer ministro del gobierno de España, interesado en persuadirles de que su país, a diferencia de otras naciones europeas que ya habían tenido que empezar a apuntalar bancos, era una roca. Fue allí donde José Luis Rodríguez Zapatero subrayó la solidez de la banca española frente a la tempestad de los mercados financieros y donde sacó pecho porque habíamos superado en renta per cápita a Italia -”a Berlusconi lo tenemos deprimido”, dijo el presidente, “y en tres o cuatro años nos merendamos a Francia”-. Ole y ole. Cinco años después, han llegado hoy de nuevo a España, en misión fiscalizadora, los hombres de negro del Fondo Monetario Internacional para ver cómo llevamos lo del rescate bancario.
El Fondo es parte interesada en aquel préstamo que nos dieron para reflotar nuestro Costa Concordia --la mayoría de las cajas de ahorro-- y una de las condiciones para que nos enchufaran aquel crédito fue aceptar que periódicamente vengan estos amigos del FMI, de la Comisión Europea, del Banco Central Europeo, para tomarnos la lección y asegurarse de que estamos haciendo los deberes. Lo último que dijo Draghi es que íbamos bien, que sólo faltaban algunos flecos (a ver quién se queda con NovaGalicia, y por cuánto, a ver qué se hace con CatalunyaBank en ausencia de interesados en quedársela), pero en Bruselas aún no emiten dictamen: no descartan prorrogar el rescate aunque Rajoy no quiera, es decir, y dicho en términos menos gratos, no descarta mantenernos colgada la etiqueta de parcialmente rescatados.
Aquellos símiles náuticos tan del gusto de Zapatero --España como trasatlántico a prueba de tormentas y de icebergs--naufragaron para dejar paso al idioma de camuflaje que convierte en crecimiento negativo al encogimiento económico, en “recargo de solidaridad” a la subida de impuestos y en “crédito en condiciones tremendamente ventajosas” a lo que siempre se llamó “un rescate”. Solbes abrió camino y Rajoy, De Guindos y Montoro se encargaron de llevarlo a su expresión máxima.