Va a ser una pena que se vaya ahora que empieza el trámite de la ley más polémica del Gobierno, porque el mejor argumento en defensa de la amnistía lo dio ayer la vicepresidenta Nadia Calviño en este programa. “A veces toca hacer cosas que no apetecen cuando uno está en las responsabilidades públicas”. Eso te dijo. Luego utilizó el verbo descarrilar, tal vez en honor al ministro de Transportes, para explicar que “no debemos dejar descarrilar una agenda política que es buena para nuestro país por uno u otro sentimiento”.
O sea, que la amnistía no le gusta, no es lo que le pide el cuerpo, pero siente que su obligación es apoyarla. Es un gran argumento para zanjar una discusión porque de los sentimientos no se puede razonar. Si la vicepresidenta primera pensara que la amnistía es mala sería un escándalo, pero no es que lo piense, solo lo siente. Insinúa que no le gusta. El gusto es un sentimiento, una percepción subjetiva.
Los principios sí obedecen, o deberían obedecer, a una coherencia argumental. ¿Pero cómo razonas un sentimiento? Cada uno tiene los suyos. Al convertir el apoyo a la amnistía en lo racional y su rechazo en lo emocional, en algo casi estomacal, la vicepresidenta está sacando hábilmente el rechazo a la amnistía de la discusión. Lo relega a la esfera de lo personal. Como si de su vida sentimental se tratara y no como lo que es, una ley cuya toma de consideración se debate hoy en el Congreso.
Tiene sentido por tanto que fuera con un maestro de los realities y los programas del corazón con quien luego estuviera Sánchez bromeando en la presentación de su libro de cosas que hasta anteayer eran tabú. Se trata de sacar la amnistía del debate público. Hasta un tercio de los votantes socialistas la desaprueba. Pero eso ya es cosa suya. Algo personal. A veces toca hacer cosas que a uno no le apetecen. Sobre todo si eres ministro.
¿Moraleja?
Todos los ministros aplauden al presidente, sea una amnistía o un libro lo que presente.