Cuando nos fijamos en la imagen de los presidentes antes de llegar al cargo y después de dos o tres años ejerciéndolo, es fácil ver el cambio. Tener en tu mano el destino de un país, el escrutinio público, las jornadas interminables y el estrés crónico suele envejecerlos a más velocidad de lo normal. Las fotos del antes y el después de son claras: el poder es enemigo del colágeno. Con Donald Trump esto también puede ser diferente.
Ayer una gran periodista, experta en internacional, que se encarga de seguir todo lo que hace y dice el presidente de Estados Unidos me contaba su sospecha de que con Trump quien va a envejecer a pasos agigantados no va a ser el político sino los periodistasque tratan de entender, entre susto y susto, todo lo que dice y hace.
Hay tantas cosas sucediendo al mismo tiempo y algunas tan disparatadas que cada vez es más difícil seguirle el ritmo y prestar atención a cada una. Esa seguramente sea su estrategia. Abrumarnos con tantos anuncios disparatados a la vez, algunos contrarios a las leyes internacionales o la propia constitución americana, que disminuye la atención que podemos prestar a cada una. No podemos analizar o escandalizarnos por todo, todo el rato.
A Trump es difícil seguirle el ritmo. También saber cuándo va de farol y cuándo en serio. La cuestión es que si eso importa. Cada vez que dice un disparate, una extravagancia nueva, surge la duda: ¿hay que tomárselo en serio? Lo mismo cuando despide a los fiscales que le investigaron, congela la ayuda exterior, propone una limpieza étnica como si fuera una promoción inmobiliaria o una guerra comercial como si jugara al póker. ¿Hay que tomarse en serio su plan para Oriente Próximo? ¿Y los aranceles? En realidad, no importa. No hace falta que esté dispuesto a llevar a cabo todos esos planes de los que habla con tanta frivolidad para que sus palabras desestabilicen el mundo. La duda misma trae caos. Y eso hay que tomárselo en serio.
¿Moraleja?
Mientras dudamos si Trump va o no de farol, va aumentando el descontrol.