Traigo las calles calladas, las bocinas mudas, sitio para aparcar. En la rotonda del apocalipsis donde cada mañana derrapa lo salvaje, se cede el paso con amabilidad victoriana.
Nadie tiene prisa por ir a ninguna parte porque nadie va a ninguna parte.
La gente vuelve a saludarse por la calle, como si les quedara poco. Frente a la estantería vacía del súper, un tipo con la penúltima media docena de huevos grandes en la mano me ha mirado a los ojos como se mira la última persona que vas a ver en su vida.
Traigo este silencio como de domingo por la mañana. No ladran ni los perros. A las once y media de la congoja escribo en un despacho de una ciudad sitiada por sí misma. Se escucha un golpe, debe ser la famosa caída del Ibex.
De la Gran Vía a la habitación de Irene Montero en Galapagar viaja el chispazo del remordimiento. El Coronavirus porta la pancarta en las manos de Irene Montero y las perlas de sudor en la frente de Pedro Sánchez.
En permitir reunirse a medio millón de personas a las puertas de una pandemia late la irresponsabilidad de un Gobierno y la tendencia tan española de considerar la autodestrucción como algo divertido. Y aquí estamos, llegando tarde, echando una cañita en el atril de la rueda de prensa de Moncloa, enfermando y muriendo como moría Italia hacia una semana, echándoles los muertos a los científicos, lavándonos las manos en el Gobierno, diciendo que ya vamos viendo, esperando a ver qué pasa, cuando ya todos sabemos lo que pasa.
Almeida: "Estamos preparados para cerrar Madrid aunque de momento no lo contemplamos"
El Gobierno inyectará 2.800 millones de euros a las comunidades por el coronavirus: estas son todas las medidas