Madrid |
He visto el humo de las ruedas quemadas. He oído vuestro clamor contra el cierre de vuestras empresas. Me ha llegado el grito de vuestra amargura, un grito que tiene eco, pero quizá no tengo respuesta afirmativa. Me sumo, cómo no me voy a sumar, a esas protestas y a ese clamor, porque os enfrentáis al drama de perder vuestro empleo.
Sois víctimas de la caída de empresas distintas, pero con muchos parecidos: ambas son multinacionales; en ambas se adoptan decisiones en lejanos despachos, con la frialdad de los números y el helado pragmatismo de la cuenta de resultados; ambas recibieron ayudas públicas que no han servido para resistir las dificultades del mercado, y ambas huyen de Europa, quizá por los costes de producción. Números, números, queridos trabajadores, pero vosotros sois personas que tenéis familia y es como si os dejaran caer al vacío.
Y en mi Galicia es un golpe muy serio al tímido tejido industrial de la zona norte. En Barcelona es otro golpe que quizá la política no pudo evitar. Y en toda España son los primeros golpes de realismo cuando en el Congreso intenta andar una comisión que llaman "de reconstrucción", aunque allí hoy se habló de golpe de estado y vuestro caso, ay, vuestro caso lleva el nombre de destrucción.
Me agarro a este micrófono para decir a los poderes públicos que presumen de haber creado un escudo social que el mejor escudo social es el empleo. Para decir a los comisionados del Congreso que de nada servirán sus trabajos si no ven en vosotros la urgencia de que este país tenga de una vez una política industrial que merezca ese nombre. Para decir a la ministra de Industria que, si hubieran cumplido la promesa de tarifas para industrias electrointensivas, a lo mejor esta noche no había lágrimas en mi tierra. Y para decirle a toda la clase política que os mire y adivine dónde están las señales de alarma: no es en los escaños del insulto, sino en la gente que, como vosotros, se pregunta angustiada cómo va a sobrevivir.