El castiñeiro de mi padre. Y de mi abuelo. Y sabe Dios de cuántas generaciones, que en sus cientos de años a todas ha dado sombra. Hace un mes, no más, mi vecina Maricarmen, guardiana de mis morriñas, me mandó la cosecha de este año. Fueron tus últimas castañas. Alguna la guardaré disecada, como guardo recuerdos de mis padres.
Y ayer, un golpe de agua y viento te derribó como al hortelano de Miguel Hernández. Me mandaron tu foto derrotado, castaño mío. Tus ramas ya secas por el otoño, casi pidiendo una mortaja. Tu tronco, tan corpulento, que tantas veces escalé en busca de nidos, tumbado como un soldado muerto en campaña. Y tus raíces, al aire, como desangradas, que parecen sacadas del poema de Nicolás Guillén: “la raíz de mi árbol, retorcida, / la raíz de tu árbol, compañero”.
¡Pobre castaño mío, que tantas cosas ha visto y tantos secretos se lleva! Volveré a mi Macondo cualquier día y no estarás. Alguien tapará el hueco que has dejado, como se echa tierra a una sepultura. Alguien me hará el servicio de reconstruir la pared que has roto en tu caída. Pero ya no te veré, como saludo, al doblar la curva de la iglesia.
Creo que no voy a reconocer mi huerto. ¡Dios, qué tristeza! Faltan los padres, desde ayer faltas tú, solo me falta que la ciclogénesis de mañana se lleve también el cerezo, el manzano, los otros castaños del fondo. Adiós, castiñeiro. ¿Y sabes por qué te he escrito?
Porque, si yo lloro tu derribo, no es nada comparado con las familias que han perdido una persona. No es nada al lado de lo que sufrieron tantos pueblos de España con las inundaciones. No es nada al lado de quienes han perdido todo en sus casas. Yo te anoto, mi castaño, en la lista de mis nostalgias. Anoto las carreteras rotas, los campos inundados, las playas destrozadas, los marisqueros que no pueden mariscar, en el cómputo de un castigo que llaman cambio climático, ese desastre universal.