TERRITORIO NEGRO

Los crímenes de Valdepeñas

Estrenamos hoy una nueva modalidad de Territorio Negro, un Territorio Negro vintage, en el que hablamos de crímenes cometidos hace algunos años, asesinatos resueltos, pero que merecen un espacio. Estos viajes en el tiempo irán acompañados de la música que sonaba en esos años y que es, ya lo advertimos, responsabilidad de Quintanilla, no de los chicos de Territorio Negro. Nos trasladamos a Valdepeñas (Ciudad Real), donde varios crímenes mantuvieron en vilo a toda la comarca durante diez años, de 1993 a 2003…

Luis Rendueles y Manu Marlasca | Madrid
| 28/10/2015

Viajamos hasta Valdepeñas y nos situamos el 19 de junio de 1993. Esa noche, Sara Dotor, de 20 años, y Ángel Ibáñez, de 24, salen a cenar y a dar un paseo… Son novios…

Sara era costurera y Ángel trabajaba en una empresa de aire acondicionado, llevaban tres años de relación. A las 21.30, la pareja salió del pub Gala y se fue a tomar un helado en una heladería del centro de Valdepeñas. Allí fueron vistos por última vez en torno a las once de la noche, dirigiéndose al parque de la ciudad, lugar frecuentado por las parejas en busca de intimidad. Por allí andaba también, merodeando entre las parejas y a bordo de una bicicleta, un tipo vestido con bermudas y camiseta blanca, según contaron después varios testigos.

El tipo de la camiseta y los bermudas amenazó con una navaja a Ángel y Sara y los condujo hasta una zona despoblada y oscura, junto a las vías del tren. El joven le entregó el dinero que llevaba, pensando que iba a ser víctima de un atraco. Sin embargo, el atacante le apuñaló hasta la muerte y pudo alcanzar a Sara cuando ésta huía, asestándola una cuchillada en la nuca que la dejó malherida. El criminal se dio cuenta de que la chica le había reconocido. Con ella aún con vida, la violó y la sometió a torturas que preferimos no reproducir.

La conmoción fue enorme en un país que en ese momento seguía en estado de shock por los crímenes de Alcácer. Solo habían pasado seis meses desde que un apicultor descubriera los cadáveres de Toñi, Miriam y Desiré y Antonio Anglés desapareciese. Así que el crimen de Ángel y Sara hizo que la maquinaria del estado se movilizase muy rápidamente. Los mejores policías del país, coordinados en las comisarías de Ciudad Real y Valdepeñas se pusieron a trabajar desde antes de que la pareja fuese enterrada en nichos contiguos.

Pero las primeras pesquisas no dieron resultados: fueron interrogados todos los tipos con antecedentes por atracos, delitos sexuales... No salía nada. Y mientras, el autor del crimen, el tipo de las bermudas, compró un billete de avión a Canarias, hasta donde viajó tres días después del asesinato. En Valdepeñas dejó a su mujer, Yolanda, embarazada, un hijo y un trabajo esporádico como camarero en el bar de su cuñado y a toda la policía buscándole.

Así que el asesino de los novios de Valdepeñas puso pies en polvorosa mientras la policía buscaba sospechosos. Nunca estuvo en el foco de las investigaciones aunque, se tratase de alguien a quien Sara conocía. Era un tipo sin antecedentes, cobraba el paro –80.000 pesetas de las de entonces–, trabajaba en el bar de su cuñado de vez en cuando y era bastante afable en el trato. Sara le conocía de vista porque era el sobrino de la jefa de su hermano y nunca sabremos si eso fue, precisamente, lo que la sentenció a muerte. La policía barajó cientos de sospechoso e incluso cuatro meses después del doble crimen, la Guardia Civil de Ciudad Real detuvo a siete jóvenes de Sonseca (Toledo), que fueron acusados de los asesinatos, aunque poco después fueron puestos en libertad y exonerados de cualquier cargo. Las investigaciones entraron en punto muerto.

Y llegamos a la segunda etapa del viaje. Estamos en 1998, de nuevo en Valdepeñas. Han pasado exactamente cinco años desde la muerte de Sara y Ángel. El pueblo ha recuperado su normalidad y una joven vecina regresa a su casa desde Ciudad Real, donde estudiaba Historia del Arte. Se trata de Rosana Maroto Quintana, una chica de 21 años. La tarde del 25 de junio de 1998 le dice a su madre, Cristina, que se va a dar un paseo en bicicleta por la carretera que une Valdepeñas con La Solana, hacia el paraje de El Peral, donde su padre tenía una casa. Nunca regresó. Pasó a engrosar la lista de lo que entonces se llamaban desapariciones inquietantes.

Tres días después, durante las batidas que se organizaron para buscar a Rosana, apareció a orillas del río Jabalón la mochila de la joven, con una zapatilla, un walkman y una gorra. Además, la mochila tenía una mancha que, años después, resultó definitiva: una pequeña salpicadura de sangre que no pertenecía a Rosana. Pero, efectivamente, a la chica parecía que se la había tragado la tierra. La policía revisó más de 300 pozos del millar que hay en la zona de Valdepeñas, pero sin ningún resultado.

Y mientras el crimen de los novios seguía impune, se suma la desaparición de Rosana Maroto. Tuvimos la oportunidad de conocer a Cristina, la madre de Rosana, una mujer con un coraje y una entereza extraordinaria que nos dijo algo que se nos quedó grabado: ser madre de una desaparecida equivale a que todos los días te den la noticia de que han matado a tu hija, pero nunca tienes donde ir a velarla. Ella sabía que su hija no se había ido, sino que le había pasado algo, pero el caso también entró en vía muerta, igual que el de los novios, que en el año 2000 la policía intentó revitalizar ofreciendo 150.000 euros de recompensa a quien aportase alguna pista que sirviese para aclarar el crimen. En ese mismo año, el 2000, un pastor encontró en un pozo la bicicleta de Rosana, aunque el hallazgo no sirvió para dar un empujón al caso.

El asesino de los novios, ese tipo de los bermudas, seguía en Canarias, lejos del lugar del crimen. Pasó casi cinco años allí, incluso rehizo su vida con una mujer canaria, Anabel, pero regresó a Valdepeñas con Yolanda, la madre de sus hijos, y comenzó a trabajar como cocinero de un prostíbulo de la zona, como montador de estructuras de pladur y en una empresa cárnica. Y dice mucho de su personalidad lo que hizo al regresar de Canarias: hacía todo lo posible por coincidir con dos de los hermanos de Sara Dotor, a los que preguntaba si sabían algo nuevo de las investigaciones sobre el crimen que él mismo había cometido…

Y llegamos al verano de 2003, cuando la suerte, al fin, se pone del lado de los buenos. El crimen de Sara Dotor y Ángel Ibáñez lleva diez años impune y ese mes de agosto ocurre algo que cambiará las cosas…

Una mujer, Yolanda, acude a la Policía para denunciar que su pareja la maltrata desde hace tiempo. Su pareja se llama Gustavo Romero Tercero, se había separado de él cinco meses antes, en mayo, pero la mujer cuenta más de una década de episodios de malos tratos y apunta a los agentes que, además, ella cree que su ex pareja había hecho algo muy grave unos años atrás… El hombre ingresa en prisión y los agentes de Valdepeñas sospechan que Yolanda tiene mucho más que contar…

Las cosas se le complican a Gustavo Romero cuando Yolanda se entera de que otra mujer, Anabel, se ha inscrito en el registro de parejas de hecho de Valdepeñas como pareja de Gustavo tras intentar entrar en la cárcel de Herrera de la Mancha para verle y le dicen que no puede, porque no puede acreditar ningún vínculo con el interno. Ella cuenta que fue su pareja en los años que ambos residían en Canarias… Yolanda se entera y, muy enfadada, narra lo ocurrido una noche de junio de diez años antes: su pareja llegó a casa ensangrentado, excitado… Vestía bermudas y camiseta… Fue la noche en la que Sara y Ángel fueron asesinados.

Así que, como muchos oyentes imaginarán, el hombre de las bermudas era Gustavo Romero, el mismo que huyó a Canarias y que regresó a Valdepeñas casi cinco años después… ¿Qué ocurrió tras esta confesión?

La Policía actuó muy rápido, recabó más testimonios y se hizo con, al menos, tres testigos protegidos. Uno de ellos incluso marcó el lugar en el que Gustavo habría arrojado una navaja tipo mariposa, de doble filo, con la que cometió el crimen de los novios. El arma fue hallada en un pozo, aún tenía restos de sangre y coincidía a la perfección con las heridas descritas en las autopsias de Sara y Ángel. Con todas esas pruebas, la policía acudió el 10 de octubre de 2003 a la prisión de Herrera de la Mancha y comunicó a Gustavo Romero que estaba acusado del asesinato que cometió diez años atrás.

La confesión de su mujer, que llevaba diez años sabiendo que el padre de sus hijos era un criminal, sacó de la vía muerta un caso que, seguramente, habría prescrito al cabo de otros diez años…

Gustavo reconoció los hechos, contó a los policías que todo se le fue de las manos en un intento de robo, aunque el escenario del crimen y las lesiones de sus víctimas no decían eso. Pero los policías tenían una carta oculta, un as en la manga: en una de las visitas a prisión le tomaron una muestra de ADN –una de las primeras que se obtuvieron en España– y la cotejaron con la mancha de sangre que había en la mochila de Rosana Maroto, la chica desaparecida en 1998. Y varios marcadores coincidían, así que los agentes le preguntaron por la joven estudiante de Arte.

Recordemos que el cuerpo de Rosana Maroto seguía en paradero desconocido y que el caso no registraba ningún avance. Gustavo Romero debió hacer cálculos y sabía que sus años en prisión iban a ser los mismos si era condenado por dos o por tres asesinatos. Así que reconoció que, al regresar de Canarias, y establecerse de nuevo en Valdepeñas, mató a Rosana Maroto. Solo la vanidad, el ánimo de convertirse en una celebridad puede explicar esa confesión, porque había muy poco contra él… Contó una extraña historia: que la golpeó con el coche mientras ella paseaba en bicicleta, que pensó que estaba muerta, la metió en el maletero y cuando fue a arrojarla a un pozo vio que vivía y la mató porque se asustó… La policía cree que todo fue mucho más sencillo y horrible: Romero asaltó a Rosana para violarla y cuando lo hizo, la mató estrangulándola.

Y esa incompleta e interesada confesión de Romero llevó, al menos, a que la madre de Rosana tuviese unos restos que enterrar. En el fondo de un pozo, a unos cinco kilómetros del lugar en el que desapareció, los geos encontraron los restos de Rosana, un esqueleto que fue cuidadosamente recompuesto y que fue identificado como el de la joven estudiante. El propio Gustavo Romero Tercero llevó a la policía hasta el lugar, que recordaba perfectamente. De hecho, él mismo insistió a los agentes cuando en una primera inspección no parecía haber nada.

Fue la vanidad que comparten muchos asesinos, lo que llevó a Romero a reconocer el asesinato de Rosana. Quien ha conocido a Gustavo Romero en prisión dice que es un tipo seductor, encantador, con un magnetismo enorme, pero también coinciden en que es un psicópata de manual. Alguien nos lo definió hace poco como nuestro Ted Bundy, en referencia al asesino de, al menos, 36 mujeres en varios estados de Estados Unidos, un tipo lleno de encanto pero despiadado como pocos. Gustavo Romero supo que se iba a convertir en una celebridad y tres meses después de ser acusado de las tres muertes, hizo llegar, a través de sus abogados, una carta a las familias de sus víctimas.

Leemos textualmente: "la condena que pueda cumplir nunca será suficiente para hacer justicia". En las 24 líneas de esta misiva Gustavo Romero indica que "en lo más profundo de mi alma quisiera pedirles perdón por todo ese daño y transmitirles mis deseos de cumplir la condena que me sea impuesta con todo lo que ello conlleva" y que "ojalá pudiese cambiar todo cuanto hice ya que ni yo, que soy el autor, acepto tanto dolor y me imagino que el odio que tienen hacia mí es enorme". La carta acababa: "A Ángel, Sara y Rosana, de todo corazón, lo siento muchísimo. Perdonadme".

Fue condenado a 103 años en un juicio en el que dio muestra de un cinismo increíble. Llegó a decir: “matar a Rosana no fue fácil, sobre todo por las dificultades morales".