TERRITORIO NEGRO

El crimen de los marqueses de Urquijo

Han pasado 37 años y el asesinato de los marqueses de Urquijo sigue siendo uno de los crímenes más célebres de nuestra historia negra. Aquella madrugada del 1 de agosto de 1980, tres balas acabaron con las vidas de Manuel de la Sierra, de 55 años, y Lourdes Urquijo, de 45, marqueses de Urquijo y Grandes de España. Rafael Escobedo fue juzgado como único autor y condenado a 53 años de prisión; años más tarde, murió en la cárcel de El Dueso en muy extrañas circunstancias; Mauricio López Roberts fue condenado a 10 años en un segundo proceso, en el que también estuvo envuelto Javier Anastasio, que huyó de España para evitar la prisión y hoy es un hombre libre porque el crimen ha prescrito.

Luis Rendueles y Manu Marlasca

Madrid | 17.04.2017 17:33

Viajamos en el tiempo a ese 1 de agosto de 1980. En una mansión de Somosaguas, una exclusiva zona residencial de Madrid, duermen los marqueses de Urquijo en habitaciones separadas. A la mañana siguiente, iban a viajar hasta Cádiz a pasar sus vacaciones. En esa casa entran los asesinos…

Treinta y siete años seguimos sin saber quiénes entraron exactamente. La sentencia que condenó a Escobedo, recordemos, recoge aquella frase de “solo o en compañía de otros”. Los asesinos llegaron a la casa, saltaron una valla de apenas metro y medio, fracturaron el cristal de la piscina cubierta del chalé y con un soplete reventaron una puerta. Subieron a las habitaciones de los marqueses y ejecutaron a Manuel de la Sierra de un certero tiro en la nuca, junto a una oreja. Ni siquiera le dio tiempo a despertarse.

Un disparo se escapó en medio del trajín, fue a parar a un armario y despertó a la marquesa, que recibió un primer tiro en la boca y un segundo disparo de gracia en la carótida. Siempre se pensó que la marquesa, conocida como Marieta, fue una víctima colateral, que no estaba prevista su muerte. En la casa solo estaban esa noche los marqueses, porque la criada, una mujer dominicana, solía pasar la noche con un criado del banquero Claudio Boada, que vivía muy cerca, y regresaba por la mañana.

Y ya en las primeras horas tras el crimen comienzan a pasar cosas extrañas… El administrador de los marqueses y amigo de la infancia del marqués, Diego Martínez Herrera, acude a la mansión vestido de riguroso luto, aunque se supone que se enteró del crimen al llegar al chalé. Es quien toma las primeras y discutibles decisiones: ordena lavar los cuerpos de los marqueses y destruir unos cuantos documentos de la caja fuerte. A la casa llega esa mañana también Miriam de la Sierra, la hija de los marqueses, y al ver llegar a su ex marido, Rafael Escobedo, Rafi, le espeta: “¿tú qué haces aquí?” El matrimonio se había roto seis meses antes y en el momento del crimen, Miriam ya salía con Richard Dennis Rew, conocido por todos como Dick el americano. Juan de la Sierra, el otro hijo de los marqueses, estaba en Londres en el momento del asesinato.

El robo quedó descartado desde el primer momento, porque los asesinos no se llevaron nada de la mansión. En 1980 el terrorismo etarra estaba en pleno auge y se investigó esa vía. También se buscaron posibles enemigos del marqués, debido a la gestión del banco Urquijio y los negocios que regentaba y que le habían convertido en uno de los hombres más ricos de España… Pero ninguna línea parecía ser la buena. Así que el inspector José Romero Tamaral, encargado de las investigaciones, se centró en el entorno más cercano de las víctimas.

Manuel de la Sierra era un hombre poco entrañable. Con fama de tacaño entre sus empleados y sus hijos, Juan y Miriam de la Sierra. El mayordomo, el lenguaraz Vicente Díaz Romero, aportó a la policía un cuadro bastante realista de la situación en la que se encontraba la familia: Juan de la Sierra frecuentaba un grupo de amigos, niños ricos y ociosos, entre los que se encontraban Rafi Escobedo –que se casó con su hermana– y Javier Anastasio.

Las pesquisas se centraron en ese entorno y pronto descubrieron un dato bastante interesante: Miguel Escobedo, el padre de Rafi, era aficionado al tiro olímpico y tenía varias armas a su disposición. La pistola con la que mataron a los marqueses era, precisamente, una pistola Star del calibre 22, habitualmente empleada en competiciones de tiro. El inspector Romero se fue a ver a Rafael Escobedo a la finca de Moncalvillo de Huete (Cuenca), donde Rafi se había retirado tras el crimen. Pensó que era un buen lugar para hacer prácticas de tiro.

El investigador habló de manera informal con Rafi, se trató de ganar su confianza y recogió del suelo de la finca más de doscientos casquillos del calibre 22, el mismo con el que habían matado a los marqueses. Varios de ellos tenían exactamente las mismas marcas que presentaban los cuatro recogidos en el lugar del crimen. Es decir, habían sido disparados por el mismo arma, esa Star del 22, que el padre de Rafael Escobedo aseguró a la policía que había vendido meses antes del asesinato.

Esa coincidencia en los casquillos llevó a prisión a Rafael Escobedo, seis meses después del crimen. El 8 de abril de 1981, Rafael Escobedo, yerno de los marqueses asesinados, fue detenido en la finca de Moncalvillo de Huete y trasladado a los calabozos de la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol, hoy convertida en la sede del Gobierno de la Comunidad de Madrid. La versión de lo que pasó en las horas posteriores al crimen difiere según quien la cuente. Rafi y sus allegados, entre ellos el abogado Marcos García Montes, contaron que los policías dejaron desnudo a Rafi, le hicieron hacer flexiones y se rieron de él durante varias horas, algo que niegan los agentes que le detuvieron, entre ellos José Romero.

Lo cierto es que Rafal Escobedo confesó en una nota manuscrita: “Yo soy culpable de la muerte de mis suegros, los marqueses de Urquijo. Firmado: Rafael Escobedo”. Lo escribió en una cuartilla que se perdió, como tantas otras cosas, durante el proceso. Rafi contó luego que se quebró al ver tras un cristal de las dependencias policiales a su padre esposado y después de que la Policía le amenazase con detener a su madre.

Rafi ratificó su confesión ante el juez, asistido por un abogado que, además, era su primo. Tres años después, se celebró el juicio con Rafael Escobedo como único acusado. El procesado negó ser el autor de los hechos y dijo que su confesión se produjo tras un acuerdo con la policía para que dejasen en paz a sus padres. La defensa de Escobedo intentó rebatir la principal prueba científica, la de balística, pero no se pudo someter a contradicción porque, aunque parezca mentira, los casquillos recogidos en la finca de Moncalvillo de Huete desaparecieron del juzgado en el que habían sido depositados.

Y Escobedo fue condenado a 53 años de prisión… Una sentencia llena de dudas y de polémica, con esa enigmática frase –“solo o en compañía de otros”– y con una frase que pronunció el fiscal Zarzalejos en su informe de conclusiones definitivas que pasó a la historia: “Quizá en estos momentos otros implicados se estén riendo, al ver que se han librado de la justicia”.

De esos 53 años, Rafael Escobedo pasó muy pocos en prisión, porque murió ahorcado en su celda. Pasó siete años en la cárcel. Ingresó en abril de 1981 y su cuerpo fue hallado en su celda de El Dueso (Cantabria) el 27 de julio de 1988, cuatro años después de ser condenado. La versión oficial es que se ahorcó de los barrotes de su celda con un trozo de sábana, pero esa versión fue cuestionada siempre por su abogado, Marcos García Montes, que encargó al doctor José Antonio García Andrade un informe, que sembró de dudas la muerte de Rafi.

Sostenía que en varias vísceras de Rafael Escobedo, sobre todo en los pulmones, había elevadas dosis de cianuro y apuntaba a que ese veneno lo pudo haber inhalado –Rafi confesó que en prisión se había hecho adicto a todo tipo de drogas-. Pero, además, el doctor García Andrade destacó en su informe que en el cadáver no existían los signos habituales de un suicidio por ahorcamiento: ni sangre en el cerebro, ni marcas en el cuello, ni óxido en las manos de los barrotes de la ventana, ni estallido de las órbitas de los ojos, pene erecto, eyaculación, lengua mordida y fuera de la cavidad bucal…

No, no dejó nada y resulta curioso, porque Escobedo escribía mucho en prisión. Incluso dejó escritas sus memorias, que están en poder del abogado Marcos García Montes. Su testamento y casi el anuncio de su muerte lo dejó unas semanas antes de morir en una entrevista con Jesús Quintero. Desde luego, es casi un anuncio de lo que iba a pasar poco después. Escobedo murió como el único autor material del crimen, pero no como el único condenado…

Hubo un segundo proceso abierto en octubre de 1983, dos años después del crimen. Mauricio López Roberts, un aristócrata amigo de Rafael Escobedo, dijo que le había dado 25.000 pesetas (150 euros) a Javier Anastasio para que se fuera a Londres el mismo día de la detención de Escobedo. López Roberts fue acusado de encubrimiento y Anastasio de coautor del crimen. Anastasio, amigo íntimo de Rafi, dijo que se limitó a arrojar al pantano de San Juan la pistola empleada en el asesinato, siguiendo las instrucciones de su amigo, y que llevó hasta Somosaguas a Rafi la noche del crimen. López Roberts se libró de la cárcel con una fianza, pero Anastasio fue encarcelado.

Mauricio López Roberts fue el único que se sentó en el banquillo. Anastasio, tras permanecer tres años en prisión preventiva, huyó de España para evitar el juicio y la casi segura condena. López Roberts fue condenado a diez años de prisión por encubrimiento. Según la sentencia, conocía la implicación en el asesinato de los marqueses de Urquijo de Anastasio y de Escobedo, pero no lo puso en conocimiento de la policía. Y, además, animó y ayudó a Anastasio a huir.

Desde agosto de 2010 es un hombre absolutamente libre, sin ninguna responsabilidad penal, porque el delito –el asesinato de los marqueses- ha prescrito. De hecho, ha regresado a España. Durante su fuga, vivió en varios países de Sudamérica, se casó con una mujer argentina y fue padre de dos hijos. Reapareció en noviembre de 2010, cuando el crimen había prescrito, en una entrevista con la revista Vanity Fair, en la que se lamentaba de no haber podido despedirse de sus padres, que murieron mientras él estuvo fugado.

Entonces ya no hay ninguna posibilidad de reabrir este caso y arrojar algo de luz sobre el crimen de los marqueses. Es complicado: Escobedo ha muerto, igual que Diego Martínez Herrera, el administrador, y Mauricio López Roberts. Juan y Miriam de la Sierra guardan un absoluto mutismo sobre el caso y, además, este crimen tiene el récord de pruebas de convicción desaparecidas: los casquillos, la nota de confesión de Rafi y hasta la pistola empleada en el crimen, que fue rescatada del fondo del pantano y desapareció del ayuntamiento de Pelayos de la Presa. Solo Anastasio podría aportar algo de luz sobre lo sucedido…

Marcos García Montes, el abogado de Escobedo hasta su muerte, quiere presentar un recurso de revisión en el Tribunal Supremo. No tendría efectos legales de ningún tipo, porque el crimen está prescrito, pero Marcos García Montes quiere limpiar el nombre de Rafael Escobedo, que no pase a la historia como el asesino de los marqueses. Y Javier Anastasio es un testimonio imprescindible para saber qué hizo o dejó de hacer Rafi esa noche de verano de 1980.