Crímenes, tragedias y canciones del verano
Despedimos, hasta la próxima temporada, Territorio Negro y, como es natural, no se iba a ir de cualquier manera, sino de una manera muy especial, con una propuesta que mezcla canciones del verano con asesinatos, tragedias, accidentes terribles…Hablaremos de lo ocurrido en algunos veranos de nuestras vidas –más bien, de la suya– y le va a poner música, la música que sonaba en el momento de esos episodios que nos va a contar.
Empezamos con esta versión del clásico de Simon y Garfunkel, interpretada por un trío masculino llamado Laredo. Sonaba en el verano de 1978, cuando la selección argentina de Mario Kempes ganó el Mundial de la vergüenza, el que sirvió a los golpistas de aquel país para vender gloria deportiva al mundo entero mientras asesinaban y hacían desaparecer a miles de personas. Ese verano, el 11 de julio, tuvo lugar una de las mayores tragedias de nuestra historia, el accidente de Los Alfaques, un camping ubicado en el término municipal de Alcanar, en Tarragona, una localidad que el verano pasado volvió a hacerse tristemente célebre.
En Alcanar estaba la guarida y la fábrica de bombas del comando yihadista que atentó el verano pasado en Barcelona. Y allí sigue en pie el camping de Los Alfaques. Un mural en el camping recuerda a las 243 víctimas de esta tragedia, que hizo cambiar la legislación en materia de transporte de mercancías peligrosas.
El 11 de julio de 1978, un camión cisterna cargado con 25 toneladas de gas propileno licuado salió de la refinería Empetrol de Tarragona, con destino a Alicante. El camionero decidió no tomar la autopista, sino seguir por la carretera nacional 340, seguramente para ahorrarse las casi mil pesetas (seis euros) que costaba el peaje. Nada más superar el núcleo urbano de San Carlos de la Rápita, a la altura del cámping de los Alfaques, la cisterna estalló, partiéndose en dos trozos, que salieron despedidas como cohetes a propulsión, y lanzando las toneladas de gas en forma de bola de fuego hacia el cámping, en el que en ese momento veraneaban unas 800 personas.
Los que estuvieron allí, como el entonces president Tarradellas, se referían a ese escenario como algo parecido a Hiroshima, tras la explosión de la bomba atómica.
En el radio de acción de la explosión, de un kilómetro de diámetro, se alcanzaron temperaturas que superaron los dos mil grados. La gente huyó del fuego hacia el mar, pero el agua del Mediterráneo llegó a hervir y allí murió mucha gente. El gas en llamas provocó que las bombonas de los campistas también estallasen y multiplicasen el efecto de la gigantesca deflagración. 158 personas murieron en el acto y la mayoría de ellas quedaron absolutamente irreconocibles, totalmente calcinadas. En los días posteriores, la cifra de víctimas llegó hasta los 243 muertos.
La justicia dictaminó que la causa fue el sobrellenado de la cisterna: tenía capacidad para 19 toneladas y se llenó hasta las 25. Además, la cisterna no contaba con ningún sistema de alivio de presión, así que con las altas temperaturas de ese día, el gas al calentarse, estalló provocando la tragedia. Los responsables de las empresas Empetrol (de la que salió la cisterna) y Cisternas Reunidas (la propietaria del camión) fueron condenadas a pagar más de trece millones de euros de hoy. El camionero, como podéis imaginar, murió también a consecuencia de la explosión.
Y dos años después de la tragedia de los Alfaques, en el verano de 1980, cuando sonaba la canción más famosa de nuestro cantante más famoso tuvo lugar el que casi 40 años después sigue siendo el crimen más famoso de la historia negra de España: el crimen de los marqueses de Urquijo.
El 1 de agosto de 1980 fueron hallados los cadáveres de Lourdes Urquijo y Manuel de la Sierra, marqueses de Urquijo, en su lujosa casa de Somosaguas, en Madrid. Habían sido asesinados a tiros, sorprendidos mientras dormían. Aquella investigación, llena de sombras, se saldó con la detención, juicio y condena a Rafael Escobedo, el ex yerno de los marqueses –se había separado de Miriam de la Sierra solo seis meses después de casarse–, como único autor. Aunque para los anales de los textos legales quedó aquella frase de la sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid, que decía que Rafael Escobedo actuó “solo o en compañía de otros”.
Y esa enigmática frase hizo que la investigación del crimen no acabase ahí, ni mucho menos, ahí. Tuvo segunda parte y hasta un suicidio más que discutible, el de Rafael Escobedo. Rafi murió en su celda de la prisión de El Dueso (Cantabria) otro verano, el de 1988. En un principio se dio por seguro que se había quitado la vida ahorcándose, pero después se supo que albergaba en su cuerpo una cantidad de cianuro que hace pensar que estaba muerto antes de que alguien le colgase. Nunca se detuvo ni se imputó a nadie por esta muerte, que sigue impune, y para la que Marcos García Montes, su abogado, sigue pidiendo justicia.
Unas declaraciones de Mauricio López Roberts, amigo íntimo de Escobedo, sirvieron para reabrir el caso y añadir un nombre al de Rafael Escobedo. El propio Mauricio, fallecido recientemente, fue acusado de encubridor tras reconocer que le había dado 25.000 pesetas (150 euros) a Javier Anastasio, otro amigo de Rafi, el día que la policía detuvo a Escobedo. Anastasio fue acusado de coautor del crimen, arrestado en 1987 y tras unos meses en prisión, huyó de España en dirección a Sudamáerica, hasta que en 2010, la Justicia retiró todos los cargos contra él porque el crimen había prescrito.
Y Camilo Sesto nos lleva hasta el verano de 1975. El dictador Franco agonizaba y en un cortijo de la provincia de Sevilla ocurre el crimen perfecto: cinco muertes que aún hoy siguen sin responsable.
Ocurrió el 22 de julio de 1975 en la finca de Los Galindos, en el municipio sevillano de Paradas. El capataz y su mujer, el tractorista y la suya y un peón fueron asesinados a golpes y a tiros y alguno de ellos fue quemado. El caso tuvo varios jueces instructores y varios bandazos: la primera versión oficial sostuvo que José González, el tractorista, fue el causante de la matanza por motivos pasionales: estaba enamorado de la hija de Zapata, el capataz, y esta le había rechazado y después volvió embarazada al pueblo, lo que le hizo blanco de las burlas de todos los trabajadores del cortijo. González murió quemado, lo que hacía flojear esta versión –que mantenía que murió accidentalmente en el incendio que provocó–, que se sostuvo en pie hasta 1983, cuando un nuevo juez exoneró al tractorista de todos los cargos.
El magistrado Heriberto Asensio sostuvo que los ejecutores habían sido dos hombres y que ninguno de ellos trabajaba o vivía en Los Galindos. Poco después, el caso pasó a mano del juez especial para el caso, Antonio Moreno Andrade, que aseguró que “personas influyentes” ayudaron a paralizar la investigación. Moreno, en una hipótesis que roza la conspiranoia, dijo que antes del crimen, se celebró en el cortijo ‘una reunión secreta de militares de alta graduación, en el instante en que el general Franco agonizaba en una clínica madrileña’. Recordemos que hablamos del verano de 1975, el año de la muerte del dictador.
El propietario era un capitán de Caballería, Gonzalo Fernández de Córdoba. En esos años ser capitán era ser alguien importante, hasta el punto de que se había reunido con el gobernador militar de Sevilla en esas fechas para pedirle “que cesara o se limitara a sus justos términos el cerco y las molestias a las que estaba sometido por las investigaciones”. Finalmente, en 1988 el caso fue cerrado definitivamente y, para colmo, todo el sumario se extravió en los juzgados de Sevilla.
Esta canción de Radio Futura nos lleva hasta 1990 y hasta otro crimen propio de la España Negra que tan bien ejemplifica Los Galindos: Puerto Hurraco.
Acababa del verano de 1990 y en esta pedanía de Badajoz, Emilio y Antonio Izquierdo, dos cincuentones solteros, bastante cortos de entendederas, vestidos de cazadores, recorrieron la calle principal del pueblo disparando cartuchos de postas con sendas escopetas de repetición a todo lo que se movía: mataron a nueve personas e hirieron a otras seis. La matanza tenía motivos ancestrales. Los Izquierdo (la familia a la que pertenecían los asesinos) llevaban enfrentados a los Cabanillas (las dos primeras víctimas fueron dos hijas de Antonio Cabanillas) desde los años 20 del siglo XX. Apuñalamientos, agresiones, incendios, reyertas… que se repitieron hasta que llegó esa tarde de domingo de 1990 en la que Puerto Hurraco se tiñó de sangre.
En 1984, la casa de Isabel Izquierdo, madre de Antonio y Emilio, se incendia y la mujer muere. Luciana y Ángela Izquierdo, hermanas de Antonio y Emilio, acusan a Antonio Cabanillas de haber prendido el fuego y al pueblo entero de no haberles ayudado. Dos años después, en 1986, Jerónimo Izquierdo –el quinto hermano– le dio una puñalada a Antonio Cabanillas, que resulta herido leve. Tras esta agresión, los Patas Pelás –como se conoce a los Izquierdo– se mudaron a Monterrubio, un pueblo cercano. Convivían en la misma casa Emilio, Antonio, Luciana y Ángela, y pasaban el tiempo jugando a las cartas y comiendo helados de corte, mientras fraguaban la venganza y repetían momentos de locura, como cuando las mujeres se arrodillaban delante del cua¬telillo de la Guardia Civil y obligaban a los vecinos a desenchufar los frigoríficos ya parar los relojes de pared, por temor a que camuflaran bombas. Toda esa locura, ese odio, desembocó en la matanza de ese domingo de agosto.
Una matanza de la que ya no quedan supervivientes, porque todos los hermanos Izquierdo murieron. Emilio Izquierdo murió en 2006 en la cárcel de Badajoz (los dos hermanos fueron condenados a más de 300 años de prisión); su hermano pequeño, Antonio, se suicidó en el mismo centro penitenciario cuatro años después. Las dos hermanas, Ángela y Luciana, fallecieron en 2005, con una diferencia de apenas 10 meses, en el hospital psiquiátrico de Mérida, por causas naturales. Aunque siempre se apuntó a ellas como posibles instigadoras de la matanza, la justicia no actuó contra ellas por su estado mental. Puerto Hurraco fue el último gran crimen de la España Negra.
Y terminamos con otros dos accidentes, también ocurridos en verano, para los que la justicia aún no ha señalado culpables y en los que las víctimas siguen desamparadas.
El 20 de agosto de 2008, cuando sonaba en todos los locales de España esta canción en francés de Kate Ryan, el vuelo JK5022 de la compañía Spanair, que cubría el trayecto Madrid-Las Palmas, se estrelló nada más despegar de Barajas. Murieron 154 personas y la Justicia apuntó como únicos responsables de la tragedia a los pilotos de la nave. La Audiencia Provincial de Madrid en 2012 archivó la causa penal al atribuir la responsabilidad del siniestro a la “actuación errónea” de los pilotos y no a los técnicos. El Informe final de la Comisión de Investigación de Accidentes e Incidentes de Aviación Civil centró en la distracción de los pilotos la principal causa del accidente de un vuelo que había despegado con retraso por problemas técnicos en el avión. De hecho, la compañía solicitó a las autoridades aeroportuarias cambiar el aparato, aunque luego rectificó. La última petición de las víctimas, que pronto tendrán una comisión de investigación en el Congreso sobre el accidente, es que se desclasifiquen algunos de los documentos que la Comisión de Investigación de Accidentes manejó y a los que ellos no han tenido acceso. Parece una petición lógica para unas víctimas que siguen sin tener justicia.
Y el 25 de julio de 2013, tuvo lugar otro terrible accidente del que también hay ahora mismo en marcha una comisión de investigación en el Congreso, pero para el que la Justicia aún no ha encontrado culpables.
Fue el accidente del Alvia, en Angrois, cerca de Santiago de Compostela, en el que murieron 80 personas. La primea tentación del juez instructor fue hacer recaer toda la responsabilidad en el maquinista del Alvia, al que tomó declaración como único investigado en octubre de 2015, achacando como único motivo del siniestro la alta velocidad a la que circulaba el tren en el momento de tomar la fatal curva. Así cerró la investigación, pero la Audiencia Provincial –gracias al empeño de las víctimas– le ordenó reabrirla para dilucidar si hubo responsabilidades por un análisis de riesgos deficiente. Ahora mismo son siete las personas investigadas por imprudencia profesional grave: dos altos cargos de Adif, uno de Renfe, tres técnicos de Ineco y el maquinista.