A las 7:15 de la mañana, tu alarma suena y, sin terminar de desperezarte, tu pulgar ya se desliza sobre la pantalla: un gesto tan automático como peligroso. Un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) revela que los adolescentes dedican de media 49 horas semanales a dispositivos digitales, y que más del 12% supera las 80 horas semanales, exponiéndose sin descanso a un flujo continuo de estímulos y comparaciones sociales.
Ese primer scroll mañanero no es inocente: el 95% de los jóvenes usa redes sociales de forma regular, y más de un tercio reconoce hacerlo casi constantemente. Tanto es así, que estudios realizados en Nueva York muestran que los adolescentes que usan redes sociales presentan índices de ansiedad del 27% y de depresión del 14%, frente al 9% y el 4% de quienes no las usan. Por si fuera poco, la luz azul de tu móvil por la noche retrasa la secreción de melatonina en un 99% de los casos, acortando tu “reloj interno” hasta en hora y media y comprometiendo la calidad del sueño.
Mientras tanto, pasar más de seis horas al día sentados, un patrón bastante cotidiano, aumenta entre un 14% y un 35% el riesgo de sufrir depresión, según meta-análisis de más de 190.000 participantes. Y tu snack rápido de ultraprocesados, aquellos productos que ya suponen más del 50% de la energía diaria en muchos países, eleva el riesgo de desarrollar un episodio depresivo hasta en un 22%. Todo ello sazonado con la “multitarea digital”: cambiar de app en app fragmenta tu atención, eleva tu carga cognitiva y te deja más vulnerable al estrés y la ansiedad.
Desentrañamos, hábito tras hábito, el arsenal silencioso que está minando tu estabilidad emocional, de la mano de claves científicas y consejos de los expertos, para reconocer y neutralizar estos sabotajes cotidianos antes de que cobren un precio demasiado alto.
Patrones de sueño y estabilidad emocional
Cuando se habla de salud mental, el sueño emerge como el pilar invisible que sostiene nuestro equilibrio emocional y nuestra capacidad de afrontar los retos cotidianos. Mercedes Bermejo, psicóloga sanitaria, directora en Psicólogos Pozuelo y doctoranda en Psicoterapia Emocional Sistémica Infantojuvenil, señala que, tanto el déficit como el exceso de descanso, pueden desestabilizar por igual: "La falta de sueño o dormir en exceso altera la regulación emocional, disminuye la tolerancia a la frustración y dispara la irritabilidad. Un sueño de calidad es fundamental para consolidar áreas cerebrales vinculadas con la memoria, la toma de decisiones, el pensamiento crítico y la autorregulación, y, por tanto, con el equilibrio afectivo", explica.
Bermejo añade que incluso una privación leve reduce nuestra capacidad de afrontar el estrés diario, y subraya la importancia de una buena higiene del sueño: evitar pantallas antes de dormir, cenas ligeras, luz tenue y no permanecer en la cama cuando la vigilia se alargue, para no condicionar el lecho con la ansiedad del insomnio.
Olvido del Cerro, psicóloga sanitaria, por su parte, refuerza esta visión desde la perspectiva clínica: “El insomnio es uno de los problemas más frecuentes en la población adulta, provocando cambios de humor, somnolencia diurna y embotamiento mental”, explica. Describe dos patrones básicos: el insomnio de inicio, que es la dificultad para conciliar el sueño, y el insomnio de mantenimiento, que se traduce en despertar en horas centrales de la noche sin poder volver a dormir. Además, recuerda que el estrés actúa como desencadenante habitual de ambos, dificultando la resolución de situaciones complejas al día siguiente y contribuyendo a un círculo vicioso de fatiga y ansiedad.
Para Alejandra Gabaldón, psicóloga sanitaria en El Prado Psicólogos, el sueño no solo cumple una función reparadora, sino que pone en marcha procesos físicos y neuronales esenciales: “En el descanso se dan reparaciones que nos permiten despertar con energía para enfrentar el día; sin ellas, sufrimos irritabilidad, enlentecimiento mental y bajo estado de ánimo”. La psicóloga advierte también sobre el exceso de horas dormidas, que a menudo enmascara problemas subyacentes como patrones de sueño desajustados, depresión o anemia: “Cuando dormir mucho no se traduce en un descanso reparador, conviene consultar a un especialista para descartar causas orgánicas o emocionales”.
La estrecha relación entre tu alimentación y tu estado de ánimo
Al igual que el sueño, lo que comemos, o dejamos de comer, se refleja de forma inmediata en nuestra energía, concentración y estabilidad emocional. Mercedes Bermejo subraya la relevancia del eje estómago-cerebro y advierte de que “saltarse comidas o consumir alimentos procesados puede generar bajones de energía, dificultad para concentrarse y cambios de humor”. Bermejo pone el ejemplo de las dietas hiperglucémicas en niños, que provocan picos de glucosa seguidos de bruscos descensos, con periodos iniciales de hiperactivación que impiden la atención y un posterior desplome en el rendimiento. Por ello insiste en la necesidad de nutrirnos de forma equilibrada con nutrientes esenciales, entre los que destacan omega-3, vitaminas del grupo B, y magnesio, que favorecen un estado de ánimo más estable y una mayor resistencia al estrés.
Olvido del Cerro añade una mirada más profunda a nivel nutricional: “Sin los nutrientes necesarios se pueden producir graves consecuencias por déficit de vitaminas y minerales”, explica. Destaca la importancia del complejo B, tiamina (B1), riboflavina (B2), niacina (B3), ácido pantoténico (B5), piridoxina (B6) y cobalamina (B12), cuya carencia se asocia a fatiga física y mental, problemas digestivos, alteraciones cutáneas y, especialmente, trastornos del estado de ánimo, inestabilidad emocional o, incluso, depresión. A su juicio, la prevención de estos desajustes pasa por garantizar la ingesta diaria de frutas, verduras y legumbres que aporten el espectro completo de vitaminas.
En la misma línea, Alejandra Gabaldón recuerda que “para que el cerebro funcione de manera productiva necesita estar bien nutrido”. Señala que una alimentación restrictiva o pobre en nutrientes dificulta procesos neuronales básicos, como la síntesis de dopamina, neurotransmisor clave en las sensaciones de placer y motivación. La consecuencia es un cóctel de irritabilidad, cansancio persistente, ansiedad y bajo estado de ánimo que, según Gabaldón, puede revertirse corrigiendo los hábitos alimenticios y recuperando el equilibrio de macronutrientes y micronutrientes.
El sedentarismo y su repercusión emocional
El sedentarismo prolongado actúa como un enemigo silencioso de nuestra salud mental, pues priva al cuerpo y al cerebro de los estímulos que necesitan para funcionar en equilibrio. Para Alejandra Gabaldón, “el ejercicio físico no solo mejora nuestra condición física y autoestima, sino que favorece la segregación de serotonina y endorfinas, asociadas a sensaciones de placer, y reduce el cortisol, la hormona vinculada al estrés”. Cuando mantenemos un estilo de vida pasivo, explica, “aumenta la apatía, la desmotivación y el cansancio, y con ellos llegan las dificultades para conciliar el sueño y el abuso de pantallas o la alimentación insana”.
Mercedes Bermejo coincide en que basta con pequeños gestos para marcar la diferencia: “No hace falta un entrenamiento intenso; caminar treinta minutos al día, subir escaleras o practicar estiramientos regulares ya estimula la liberación de neurotransmisores que elevan el ánimo”. Bermejo subraya que, frente al uso crónico de psicofármacos, ya que España es de los países con mayor consumo de ansiolíticos en Europa, “la actividad física demuestra mejores efectos en la mejora del estado de ánimo que muchos antidepresivos, convirtiéndose en un hábito imprescindible de autocuidado”.
Desde su enfoque sistémico, Olvido del Cerro añade que la falta de movimiento no solo afecta a nuestro sistema neuroquímico, sino que altera procesos fisiológicos tan fundamentales como la regulación de la insulina o la producción de hormonas tiroideas, y deprime el sistema inmunitario. “Un organismo sin ejercicio se vuelve más vulnerable: las alteraciones físicas pasan factura al plano emocional, poniendo en riesgo nuestra estabilidad mental”, advierte.
Para contrarrestar estos efectos, las expertas coinciden en recomendar cambios graduales y personalizados: desde incorporar desplazamientos a pie o el uso de escaleras, hasta elegir actividades que despierten nuestro interés, como, por ejemplo, baile, senderismo, deportes de equipo, y hacerlo en compañía, lo que añade el refuerzo de la motivación y el apoyo social.
La repercusión de las pantallas en la ansiedad
Vivimos en una sociedad hiperconectada donde el tiempo que dedicamos a las pantallas ha superado con creces las horas de interacción presencial, un fenómeno que Olvido del Cerro describe como “un caldo de cultivo para los trastornos ansiosos”. Según la especialista, la inmediatez y las conductas impulsivas que promueven las redes generan “síntomas ansiosos” fruto de pasar “horas frente a dispositivos”, al tiempo que reducen el espacio de relación con nuestro entorno real. Su recomendación pasa por “contabilizar y limitar el tiempo de consumo, fomentar relaciones sociales presenciales y actividad física al aire libre” como antídotos para frenar la “carrera hacia la ansiedad”.
De la misma manera, Alejandra Gabaldón ahonda en la mecánica cerebral: el diseño de las redes sociales, basado en la sobreestimulación constante, acaba “anestesiando” nuestra capacidad de tolerar el aburrimiento o la frustración, y “dificulta que conectemos con nosotros mismos y con los demás”. Además, advierte, la exposición continua a vidas idealizadas y cuerpos irreales socava la autoestima, mientras el exceso de noticias de alto impacto emocional dispara miedo y tristeza, erosionando nuestra autorregulación.
Mercedes Bermejo, por su parte, aporta la perspectiva clínica tanto para menores como para adultos. Cita las recomendaciones de pediatras internacionales -Australia retrasa el acceso a smartphones hasta los 16 años y la Asociación Americana de Pediatría (AAP) sitúa el inicio del contacto a los seis- para ilustrar el riesgo en niños. En los adultos, el uso excesivo de pantallas y redes sociales se asocia con "comparación social, insatisfacción corporal, alteraciones del ánimo y ansiedad", además de interferir con el sueño y el descanso. Bermejo propone estrategias como el "parking de móviles" y períodos en "modo avión" para instaurar una "salud digital" consciente, en la que sea el usuario quien determine "los fines y los contenidos" antes que la propia tecnología.
Consecuencias de una insuficiencia de interacción social
En el entramado de nuestra salud mental, las relaciones con los demás dan forma a nuestra sensación de pertenencia y amparo. Mercedes Bermejo lo describe con claridad: "Somos seres sociales y el contacto con los demás es un factor protector frente al malestar psicológico", explica. Cuando esas interacciones escasean, advierte, “emergen sentimientos de soledad, baja autoestima y una mayor vulnerabilidad emocional”: sin el sostén de redes de apoyo, como, por ejemplo, familiares, de amistad o grupos de iguales, se pierde también la motivación para enfrentar el día a día, y cae el ánimo.
Olvido del Cerro refrenda esa visión: "El sentido de pertenencia es una necesidad fundamental”, afirma, y subraya que las relaciones significativas nos permiten “estar más próximos al otro, fortalecer la unión y la empatía, y sentirnos más felices y a gusto con nosotros mismos". Sin embargo, ante la carencia de estos lazos, nuestra salud mental sufre un doble golpe: no solo desaparece el refugio emocional, sino que se reduce la implicación en actividades que evitan el sedentarismo y el uso excesivo de pantallas, creando un círculo vicioso de aislamiento y pasividad.
Alejandra Gabaldón aporta el matiz neuroquímico: "La heterorregulación, esa capacidad de regular nuestras emociones a través de las relaciones, es tan vital como la autorregulación", afirma. "En un vínculo positivo segregamos oxitocina y serotonina, que calman el cerebro, facilitan la creatividad para resolver problemas y fortalecen la autoestima". En contraste, la falta de interacción social refuerza patrones rígidos de pensamiento, limita las oportunidades de alivio compartido y estrecha nuestra visión de las dificultades, alimentando ansiedad y desánimo.
Consumo de sustancias: café, tabaco y alcohol
Actualmente, el café, el tabaco y el alcohol son algunos de los mejores aliados en el día a día de muchos y, por este motivo, las expertas coinciden en alertar sobre el efecto paradójico de estas sustancias: lejos de ofrecer alivio duradero, tienden a disparar el estrés y a fragmentar el descanso. Olvido del Cerro subraya que la nicotina “no es un mero hábito, sino una adicción” que, al elevar los niveles de dopamina y la activación del sistema nervioso central, condiciona tanto nuestro estado de alerta como la calidad del sueño, degradando sus fases más profundas.
Alejandra Gabaldón profundiza en ese mecanismo: el aparente "efecto calmante" del café o el tabaco no es más que el alivio transitorio de los síntomas de abstinencia, lo que genera un ciclo de "mayor ansiedad–consumo–mayor ansiedad" que se retroalimenta. En el caso del alcohol, su acción depresora confunde somnolencia con descanso: "Produce sueño superficial, con despertares nocturnos frecuentes, y suele acompañarse de bebidas estimulantes que exacerban el trastorno del sueño y del ánimo".
Mercedes Bermejo completa el cuadro señalando que esas alteraciones no son inocuas: "El alcohol interfiere con los ciclos de sueño profundos y el tabaco mantiene al organismo en un estado de activación permanente, ambos factores elevan la ansiedad crónica". Para las tres, la clave está en la moderación o, idealmente, en la sustitución por hábitos de autocuidado, como la hidratación consciente, infusiones relajantes o técnicas de respiración, que rompan ese bucle de dependencia y contribuyan a un descanso verdaderamente reparador y a un equilibrio emocional sólido.
Perfeccionismo y autoexigencia
Cuando el trabajo se extiende sin breves pausas activas, nuestro cerebro entra en modo "piloto agotado": la falta de descanso incrementa el estrés, frena la creatividad y predispone al burnout. Como recuerda Mercedes Bermejo, "incluir breves paréntesis que impliquen movimiento, respiración o simplemente desconectar favorece la productividad y previene el síndrome de burnout". Pero detenerse resulta a menudo imposible para quienes son prisioneros del perfeccionismo.
Alejandra Gabaldón señala que la autoexigencia constante construye un escenario de alerta continua: miedo al fracaso, al error o al juicio externo, que dispara el cortisol y bloquea la concentración. En ese estado extremo, "ningún resultado resulta suficiente" y la ansiedad se retroalimenta a sí misma, llevando al bloqueo o la procrastinación. Solo cuando combinamos pausas regulares con un autodiálogo compasivo podemos romper ese círculo: parar para rendir, y moderar la autoexigencia para volver con la mente despejada.

