Después de casi nueve horas de avión, el vuelo de Orbest (grupo Orizonia) aterrizaba en el Aeropuerto Internacional de Punta Cana. Te preparas para el acoso de costumbre. El miedo a atravesar la frontera de un país sin tener nada que ocultar. Bajas del avión a las pistas. No hay “finger”. La humedad caribeña te da la bienvenida. Quizá por eso ya sonríes de forma instintiva, porque aquí ya palpas el destino nada más aterrizar. Eludes la pasarela que te lleva a una terminal carente de sabor, porque usa un lenguaje internacional.
Guardias de seguridad que te dan la bienvenida, personal del aeropuerto que te sonríe. ¿Dónde están los gestos serios de otros destinos occidentalizados? Incluso pagas con gusto la tasa de entrada a República Dominicana. Empiezas a no sentirte un delincuente. “Señor, buenas noches. Bienvenido a República Dominicana. Tiene usted que abonar 10 dólares”. Y los pagas.
Siguiente puesto. La Policía de Aduanas. Llevo la iniciativa. Soy yo quien sonríe primero (una técnica usada en otros países y contrarrestada con un “me da igual que seas amable”). Entrego el pasaporte y el resto de la documentación. “Buenas noches, señor”, me dice la agente, con una sonrisa embaucadora. “Bienvenido”.
Último paso. El control de equipajes. Un perro adiestrado juega con los agentes mientras se pasea por entre los viajeros. Fila 1. Me toca. Cruce de “buenas noches” y el agente me dice “Usted, señor, se parece mucho a Antonio Banderas”. Me rio, porque hay gente que me lo ha dicho, aunque yo nunca he visto el parecido. Y en ese juego de parecidos razonables, sin quitar la mirada de mi cara, me revisa la mochila donde llevo la cámara de fotos y el portátil y excluye la maleta. Así da gusto pasear por el mundo. Supongo que no debe ser tan complicado ser amable.