Pero en la verdeamarella jugaba un chico pequeño y extravagante, un ‘siete’ que se paseaba por la cal derecha sin que nadie pudiera hacer nada para detenerlo; aquel mulato llamado Mané marcaba dos goles aquella tarde y daba una asistencia para el 4-2. Días después, Brasil se coronaba campeón por segunda vez consecutiva. El mundo se postraba ante el mejor regateador que nadie hubiera visto jamás.
Mané Garrincha nació en una humilde localidad a pocos kilómetros de Río de Janeiro. Tenía los pies girados 80 grados hacia adentro, su pierna derecha medía seis centímetros más que la izquierda y su columbra vertebral estaba torcida, por lo que los médicos nunca le auguraron siquiera la posibilidad que poder hacer deporte de forma seria.
Pero lo hizo. Jugó en el Botafogo, donde en sus 12 años como ‘once’ blanquinegro ganó tres campeonatos y se encumbró como ídolo indiscutible de la grada carioca. En el 58 viajó a Suecia para coronarse campeón del mundo junto a un niño llamado Pelé. En el 62, y sin Pelé, lideró a la canarinha campeona en Chile, donde fue elegido mejor jugador del torneo. En el 68 fichó por el Junior colombiano; sólo jugó un partido, pero el estadio de Barranquilla se quedó pequeño ante la enorme expectación que levantó la llegada de Garrincha.
En el césped era dios; un dios menudo y feo, que gambeteaba y jugaba con el contrario levantando el delirio entre la afición. Fuera del campo, la vida nunca le dejó sonreír. Sus compañeros siempre bromearon con su introvertido carácter; dicen que vivía en un mundo propio donde las victorias no eran tan felices; dicen que llegaba al descanso preguntando a sus compañeros cómo iba el partido, que incluso se sorprendió al terminar la final de su segundo Mundial porque los brasileños se estaban abrazando, ‘¿ya hemos terminado?’ preguntaba.
Leyendas a parte, Garrincha siempre estuvo ligado con la desgracia. El psicólogo de la selección llegó a decir que era ‘un débil mental no apto para desenvolverse en un juego colectivo’. Lo cierto es que, enganchado al alcohol y al tabaco desde los diez años y con una infancia marcada por el sufrimiento, Mané, el que se marchaba hasta de su sombra, el ‘amague y salida’, nunca encontró la manera de sacarle un regate a la nostalgia.
El 20 de enero de 1983, alcohólico y en la miseria, Garrincha murió intoxicado por la bebida. Dejaba 14 hijos y millones de amantes de su juego que lloraron sus restos en el estadio de Maracaná.