Corría el año 1998. Algunos clubes españoles luchaban por ensombrecer el poder en el mercado que hoy ejercen Real Madrid y Barcelona; eran otros tiempos. En la sala de prensa del Benito Villamarín, un exultante presidente Lopera posaba orgulloso de la mano del futbolista más caro del mundo, el más caro de la historia. Lo había logrado, a cambio de 5.500 millones de pesetas, había fichado a Denilson.
Denilson fue una joya rutilante que surgió de la estela del Mundial de 1994. De la generación de Ronaldo, y al igual que él, comenzó a atraer los focos hacia sus pies desde los 17 años. Era un talento descomunal, una filigrana constante que desbordaba de una imaginación que parecía inagotable. Y sin embargo, se agotó.
En el año 97 lució como titular en una selección brasileña de ensueño. Aquel año ganó la Copa América y en España las portadas de los periódicos le vestían de fichaje blanco o blaugrana, según la ocasión. Tal y como ocurre hoy con Neymar, el culebrón se alargó sin decantarse por Madrid o Barcelona.
Y apareció el Betis. Lopera puso los millones sobre la mesa y Denilson dejó Sao Paulo con sus bicicletas a cuestas. En Sevilla la locura se desató sin ningún control.
Pero las gambetas de Denilson no tuvieron en España el mismo efecto que los anuncios de Nike. En dos temporadas de verdiblanco, sus números bajaron y su precio de mercado cayó casi hasta la rifa pública.
En 2000 volvió cedido al Sao Paulo. En 2005 se marchó al Girondins. Tras seis meses de cesión, rechazó un contrato con los franceses y puso rumbo a Arabia para fichar por el Al-Nasr con tan sólo 29 años. En 2007 se fue a Dallas y en 2008 regresó a Brasil, esta vez al Palmeiras.
Sus días como juguete roto terminaron en la liga vietnamita, donde firmó por un contrato millonario y tan sólo disputó 45 minutos. El día de su debut, la primera pelota que tocó fue una falta directa que puso en la escuadra. El estadio enloqueció. Fue su último partido y el último minuto de gloria en la historia deportiva de Denilson.