Tal día como hoy, el 19 de mayo de 1536, Ana Bolena era decapitada en la Torre de Londres. La segunda mujer de Enrique VIII había sido acusada de incesto y adulterio. Su arresto se produjo el 2 de mayo, el juicio, obviamente sin ninguna prueba ni garantía, tuvo lugar el día 12 y su ejecución fue a la semana siguiente. No sabemos si tenía 29 o 35 años. Su generoso marido –casado en primeras nupcias con Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos–, e instigador de la condena, eligió la decapitación sobre la hoguera, y tuvo a bien contratar a un hábil espadachín para ahorrarle los golpes reiterados que conllevaba la ejecución con hacha.
Y es que la muerte por decapitación se consideró durante mucho tiempo como una muerte piadosa. En Roma, por ejemplo, se reservaba exclusivamente para los reos en posesión de ciudadanía, aunque fueron los franceses, supuestamente ilustrados, los que la instituyeron como la forma más humana de ejecución.
Hoy vamos a hablar de perder la cabeza, y no ya únicamente desde la literalidad, sino con todas las licencias que nos permitimos en este espacio.
Texto: Tatiana Tereshkova