Hace unos cuantos programas decíamos que las palabras son tan poderosas que con ellas se pueden cometer delitos; de injurias, de amenazas, contra el honor, de incitación al odio y tantos otros. Hoy nos centraremos, en cambio, en su capacidad para establecer compromisos o directamente contratos, tanto orales como escritos. Hoy vamos a hablar de “jurar y prometer”.
“Prometer” viene del latín, y se compone del prefijo “pro”, que significa a favor, por delante, y de “mittere”, que no es meter sino enviar o arrojar. Vamos, que prometer es una declaración de intenciones o un ofrecimiento a futuro: “Decir una cosa antes de hacerla” o “verse obligado a hacer o decir algo”. Las promesas pueden tener diferentes intensidades, pero cuando se quieren enfatizar o hacer solemnes se suelen realizar por el propio honor; esto es “dar la palabra de uno”, o “dar su palabra de honor”.
Jurar, por otra parte, supone poner por testigo a Dios, y ésta suele ser la diferencia que se señala siempre a la hora de decidir entre jurar o prometer un cargo. Sin embargo, actualmente no siempre es así, porque en una declaración jurada, una jura de bandera o un juramento hipocrático no se tiene por qué apelar a Dios, sino a un juez, una institución superior o de nuevo al propio honor.
Texto: Tatiana Tereshkova
Imagen: El Juramento de los Horacios, Jacques-Louis David (1784 Museo de Louvre, París)