EN MÁS DE UNO

Rubén Amón indulta a Ratko Mladic: "Es el ejemplo viviente del peligro al que conduce jugar con el nacionalismo"

Podrían utilizarse todos los tópicos. Podría hablarse de la mirada fría de Ratko Mladic, de su cinismo patriótico, de su victimismo coyuntural, pero el carnicero balcánico no parecía ayer sino un turista de la tercera edad, achacoso y hasta caricaturesco en el trance de escuchar su condena a perpetuidad.

@Ruben_Amon

Madrid | 23.11.2017 10:05

Especialmente cuando quiso impresionar al tribunal de La Haya con sus vociferaciones y credenciales: "Soy el general Ratko Mladic", proclamó el genocida delante de los jueces. A falta de uniforme, el costalero de Karadzdic pretendía otorgarse dignidad castrense con un traje de saldos Arias.

Y a falta del parte militar, sobrevino el prosaico parte médico. Mladic padece del corazón. Ya lo sabíamos y lo ha demostrado. Porque no tiene corazón. Tampoco tiene memoria. Su versión es que no hubo matanza de humanos en Sarajevo ni la hubo en Srebrenica. No porque le desmientan las fosas ni el torneo de tiro olímpico de los francotiradores, sino porque la conclusión de Mladic consiste en que los musulmanes no son personas.

Hay una prueba que lo demuestra. Y consiste en una entrevista que el general Ratko Mladic concedió a Interviú en 1993: “En Sarajevo no ha muerto nadie, sólo 17.000 musulmanes”, decía el matón. En coherencia, tampoco hubo un genocidio en Srebrenica. Allí sólo se mataron a 8.000 musulmanes. Que encima eran mujeres, y niños, y ancianos, y hombres desarmados.

Llama la atención la recompensa de diez millones que se puso su cabeza. Sorprende que la Unión Europea condicionara el porvenir comunitario de Serbia a la captura del abuelo Mladic. No porque el patético general mereciera la impunidad y el privilegio de morir de viejo una granja agrícola al norte de Belgrado, sino porque Mladic no vale nada.

Y vale poco hasta su condena. Cadena perpetua es poco perpetua para un anciano de 74 años que estuvo 16 en paradero desconocido. Y, que al menos, es el ejemplo viviente del peligro al que conduce jugar con el nacionalismo.