OPINIÓN

Monólogo de Alsina: "Pretender que sea un golpe de Estado investir a quien ganó tres veces es un chiste"

Polvo eres. Y en polvo te convertirás. Pero que no te esparzan. Al Papa no le parece mal que usted prefiera que lo quemen a que lo entierren. Él es más de ataúd y sepultura, en cementerio como Dios manda, pero como es un Papa moderno, tolerante y de nuestro tiempo, ¿verdad? —no como Ratzinger, como Wojtila, como Pablo VI— admite Francisco que a usted pueda incomodarle el precio de la caja o del nicho, o la idea de ver su cuerpo devorado poquito a poco por estos pobres animales que no tienen partido que los defienda: ¡los gusanos! Devórame otra vez.

Carlos Alsina | Madrid
| 26/10/2016

Esto el Papa, con sus ministros de la fe, lo entiende. Usted, si lo desea, puede pedir que lo incineren (entiéndase, pedirle en vida para que lo quemen ya muerto). Pero si usted espera que le hagan funeral y recen en el tanatorio, o en la parroquia, ya puede ir exigiendo a sus familiares que firmen un papelito que diga que por nada del mundo meterán las cenizas en un lata y se subirán a un bote del Retiro para esparcirlas en medio del lago, o se las llevará en el tren de la fresa para ir soltándolas por la ventanilla porque usted era muy de Aranjuez. Lanzar las cenizas al viento tenía hasta ahora el riesgo de que acabara el difunto en los ojos de sus seres más queridos —las lágrimas forzadas por la carbonilla—, pero además tiene el riesgo de que a uno lo dejen sin funeral. Lo ha dicho el Papa moderno: esto de andar esparciendo al fallecido se tienen que acabar ya.

Y esa otra costumbre endemoniada de meterlo en una vasija elegante y dejarlo en el recibidor para saludarle cada día —"bueno, Manolo, que me voy a trabajar, tú no te muevas de casa"— también. El Vaticano hace saber a sus fieles que si el cura se entera de que la familia, cual organización criminal, planea repartirse el botín de las cenizas del muerto está en su derecho a negarle las exequias. Y que aunque el cura no se entere, eso no exime al católico de sentir un gravoso cargo de conciencia. Las cenizas, como el cadáver, al cementerio. A ser honradas en lugar sagrado. ¿O dejaría usted el difunto a la vista, a caja abierta, en el recibidor de casa? Sepultado o quemado, a efectos de la doctrina, es lo mismo. Su lugar es el camposanto. A esperar con todos los demás el final de los días. El Papa, que está a la última, tolerante y de nuestro tiempo, ha sentido la necesidad de poner las cosas en su sitio. Y su sitio es el columbario. Para los católicos, se entiende. Si usted es ateo, ya pueden espolvorearlo, exponerlo o convertirlo en diamante, lo que usted prefiera. Y si es católico e hizo volar en la sierra las cenizas del abuelo estese tranquilo que la directriz vaticana no es retroactiva. Lo que pasó, pasó, y está perdonado. Retroactiva no, pero optativa tampoco. Esto es como el comité federal: aprobada la doctrina es obligación de los fieles actuar en consecuencia. Y al que al que se insubordine se le sanciona. Con el fuego eterno. Del infierno.

Estamos a una semana del día de difuntos. Esta tarde empieza a oficiarse en el Congreso el funeral por los otros gobiernos que nunca llegaron a ser. El sueño de Pedro Sánchez. El sueño de Iceta. El sueño de los independentistas. Todo humo. No hay más gobierno que el que ya había. Rajoy da su último brinco para esquivar el hoyo y ve pasar, una vez más, el cadáver de su adversario —no hace falta que te levantes, Pedro— por la puerta de su casa. Que va a seguir siendo la Moncloa.

A las seis de esta tarde el presidente en funciones amenaza con colocarnos uno de sus discursos narcotizantes. Hoy ni guasas ni coñas marineras. El Rajoy más institucional que quepa imaginar subirá a la tribuna a defender que esta legislatura no tiene por qué ser corta. Él se propone que dure. Si por él fuera, duraría lo que ésta, cinco años.

En su mano está —como les dijo el perspicaz Patxi López a sus compañeros de comité federal el domingo— en su mano está convocar elecciones cuando mejor le venga. Aguantar cuatro años sería un récord sabiendo cómo empieza, con el grupo gubernamental más menguado que se recuerda. Pero riesgo de moción de censura, visto lo visto, no tiene. A ver cómo pones tú de acuerdo a Iglesias, al PSOE y a Albert Rivera para que hagan presidente a otro. Si justo eso es lo que han demostrado que no saben hacer. Por eso Rajoy, otra vez, gobierna.

El presidente vencedor de la carrera de fondo presume de que él siempre ha dicho lo mismo, desde diciembre. Aunque en realidad, no sea así. Allá por el mes de enero la idea de gobernar en minoría le parecía marciana. Su plan era el gobierno de coalición con el PSOE. O, en su defecto, un pacto de legislatura. Martilleaba –este verbo le gusta al presidente—martilleaba con aquello de que ser investido carecía de sentido si no era con la seguridad de tener detrás una amplia mayoría parlamentaria. De eso tuvo que apearse el presidente. Ahora inicia un gobierno en minoría y sin más pacto que el que tiene firmado con Ciudaanos y Coalición Canaria. Qué mejor coartada que la incertidumbre para no concretar mucho sus proyectos. Quien espere escuchar esta tarde el proyecto renovador que para España tiene Rajoy es probable que se lleve un chasco. Diálogo, mano tendida, bienestar de los españoles, etcétera. Una aseada, y poco comprometida, lista de generalidades.

El PSOE se ocupará mañana de explicar la poca gracia que les hace que el gobierno siga siendo mariano —aunque se abstengan— y sacará el impermeable para aguantar el chaparrón que le está preparando —al PSOE— el secretario general de Podemos. Los latigazos en carne viva —o en cal viva— de Pablo Iglesias serán para Susana y Felipe, la madrina y el padrino de esto que él describe como el golpe oligárquico. Pedro Sánchez, relegado a diputado de la cuarta fila, habrá de apretar los puños para no romper en aplausos.

El sábado por la tarde se acabará el serial de quién es más y mejor Maquiavelo y empezará —ahora ya de verdad— la legislatura. En la calle varios cientos de personas, quizá miles, quizá cientos de miles, quien sabe si millones, estarán manifestándose contra la mafia. Como si el Parlamento fuera Palermo y a Rajoy se le hubiera puesto cara de elefante blanco. "Golpe a la democracia", dicen los convocantes, a los que Pablo Iglesias ve con simpatía (es mutuo, son sus simpatizantes) y Aberto Garzón está decidido a llevarles el avituallamiento. El lema no es Rodea el Congreso. El lema debería ser Rodéame otra vez.

Pablo espera tener la ocasión de saludar esta protesta. Como el Rey cuando se asoma al balcón, gracias, chicos, por vuestro aliento. Gracias por contribuir a crear esta maravillosa ficción: que parezca que Podemos tiene más apoyo que los demás porque en la calle sus seguidores se manifiestan. Gracias, chicos, por hacer vosotros lo que nosotros abiertamente no debemos: cuestionar la legitimidad de esta investidura.

Yo entiendo la frustración de quienes creyeron que, por fin, había llegado el final del gobierno del PP. Y que haya gente (la gente, el pueblo, la ciudadanía) defraudado con el PSOE. Pero de ahí a pretender que es un golpe de Estado investir presidente a quien ganó las elecciones las últimas tres veces, tiene tres millones más de votos que cualquier otro partido y cuenta con el respaldo de 170 diputados de 350, pretender que eso es un golpe es un chiste. Impropio de quien pretende ser tomado en serio.

Si algún día gana Podemos las elecciones y los demás se ponen de acuerdo para que no gobierne habrá que ver qué dicen sus seguidores. Sobre la voluntad popular y todo eso.