MONÓLOGO DE ALSINA

"Rajoy tiene que hacer algo más que dejarse ver en televisión"

A las ocho de la mañana, las siete en Canarias. Les digo una cosa. Sí que hizo autocrítica. My way. A su manera. Hizo autocrítica Rajoy después de agradecer a los caídos los servicios prestados.

Carlos Alsina | @carlos__alsina

Madrid | 26.05.2015 08:10

A su manera vino a reconocer el presidente que se ha equivocado mucho. En su relación con la sociedad. En su forma de entender, tratar y relacionarse con los medios de comunicación. Que los medios no tienen —no tenemos— más importancia que la quiera darnos la sociedad en cada momento como herramienta para conocer y participar del debate público. Como vehículo que pone en contacto al gobernante con aquellos para quienes gobierna. Cada vez que Rajoy usó ayer el plural y dijo “tenemos que ser tal, tenemos que ser cual” estaba queriendo decir “tengo que ser”. Más cercano, más próximo, más comunicativo con los españoles. Tengo.

Miren, cuando un gobernante empieza a entonar el estribillo éste de no hemos sabido comunicar —cuando lo achaca todo al problema de comunicación, que es su forma de decir gobernamos de cine pero no consigo que me lo reconozcan— lo primero que hacemos quienes trabajamos en los medios es echarnos a temblar. Porque a menudo el gobernante que afirma su afán por comunicar mejor no está expresando propósito de enmienda, sino su intención de controlar más —y atar mejor— a quienes comunican (o comunicamos). Cuando el gobernante dice “falla la comunicación” temblamos por si aspira a decidir él lo que debe o no comunicarse. Y cómo.

Atribuir el fracaso electoral a un fallo de comunicación es más viejo que sacrificar palomas para tener contentos a los dioses. Lo que nunca admite un gobernante es que se ha equivocado en su política. Lo más que admite es que, siendo ésta acertada, la gente no lo entiende. No lo ven. No ven lo correcto que es cuanto se hace. Gente ciega y sin conocimiento de las cosas. Cuando un dirigente se siente mal tratado por los diarios el primero que cae es su jefe de prensa. Y en ese sentido, hay que reconocerle a Rajoy ideas propias porque, reconociendo fallos, nunca ha cambiado a las personas. Pero ayer, y esto es lo interesante, el presidente ha empezado a reconocer en público que mejorar la comunicación significa mejorar él su forma de relacionarse con la sociedad para la que gobierna. Y que haber tardado tanto en comprender eso es un error de dimensión histórica cuyas consecuencias ya está padeciendo.

Lo que está admitiendo Rajoy my way, a su manera, es que su desdén por la comunicación política, su desinterés por estar presente en los medios, por dejarse preguntar, por acudir a las entrevistas con respuestas verdaderas, se ha demostrado un grave error en esta sociedad renovada que muestra un alto interés por el debate político y que lo sigue a través de los medios. Y frente a nuevos competidores que han entendido justo eso y que se han entrenado precisamente en la persuasión pública, los nuevos dirigentes que han profesionalizado ese aspecto de su preparación, que se escriben sus textos, los repasan, los mejoran, los ensayan ante una cámara de televisión. El político tradicional soportaba con paciencia que el asesor de turno le dijera de qué color debía ser el traje y cómo debía hacerse el nudo de la corbata. No mucho más. Al político tradicional, o antiguo, le cuesta Dios y ayuda aceptar que la pelea por ganarse la confianza del votante se libra cada día. Y le resulta imposible entender que líderes nuevos surgidos, y curtidos en las tertulias televisivas, lleguen a merecer más confianza de los votantes que los políticos de siempre.

El presidente se justificó ayer por no haber estado más atento a la comunicación, es decir, a la sociedad. No es fácil —dijo— cuando se está a otras cosas, como evitar el rescate o negociar en Europa. Puede que no sea fácil, pero es asignatura troncal, no optativa. Cuando uno pretende hacer camino de espaldas a los medios de comunicación corre el riesgo de que eso se perciba como hacer política de espaldas a la opinión pública.

Hay bromas recurrentes que han quedado ahí, arraigadas, constantes ya en los monólogos cómicos y los programas de opinión política y que son reveladoras. El plasma como icono del dirigente reacio a responder directamente a la prensa. La foto en la cola del Inem como ejercicio de impostura. Las frases circulares —-del tipo: las cosas son como son y no hay que darle más vueltas o ese señor del que usted habla— como ejemplo de hablar, hablar, sin decir. En la Moncloa se sublevan con estas cosas. Dicen: ¡son tópicos! Sin duda lo son, pero ahí están. Formando parte de la idea que el país tiene —incluidos los partidarios de Rajoy, que siguen siendo muchos— de quien le gobierna. En el PP siempre se ha admitido (no es un demérito) que la mayoría absoluta de 2011 no fue producto del carisma arrollador de un líder que transmite empuje y entusiasmo, sino de haber tenido enfrente a un Zapatero en caída libre y con un país en estado de alarma económica. Rajoy era la alternativa, perserverante y ganador de varios pulsos por descabalgarle en el partido, y los votantes, muy mayoritariamente, se decantaron por él. Hoy el país es otro, han pasado cuatro años, ha cambiado el clima general y han surgido marcas nuevas que amplían la oferta. Rajoy sigue siendo el mismo, eso nadie se lo podrá discutir. Quien no ha cambiado es él. Y éste es el asunto que hoy inquieta al PP. Que habiendo cambiado todo tanto se haga necesario si no cambiar a Rajoy sí, al menos, que cambie él. En algunas cosas.

Ayer se preguntaban los barones, más fuera de la reunión que dentro, si el castigo encajado el domingo lo es a la marca PP o a la marca Rajoy. Entiéndase que para los barones caídos la pregunta más incómoda es la que ellos prefieren no hacerse: si el castigo ha sido a ellos por ser ellos mismos. Hoy son varios los comentaristas que critican a Rajoy por haberse instalado en la autocomplacencia. Por no examinarse y hacer crítica. Discrepo. Creo que justo eso es lo que empezó ayer. La crítica interna en el PP inducida por los resultados del domingo y por la santa compaña en que se han convertido los alcaldes y presidentes autonómicos que van a dejar de serlo. El error en la forma de entender la labor del gobernante. Y el temor de que, diagnosticado ese problema (o esa parte del problema) no haya solución a la vista. No está claro que Rajoy sea capaz, a estas alturas, de transformarse, mutar, de dirigente distanciado que sólo se deja ver cuando arrecia una campaña en gobernante accesible que, prescindiendo de argumentarios y respuestas de salir del paso, acepta como parte de su trabajo rendir cuentas a diario. Preguntándose de vez en cuando si lo que a él le parece normal puede ocurrir que no lo sea tanto; si defender opciones distintas no le convierte a uno en un insensato. Preguntándose, sobre todo, antes de ponerse a mejorar su comunicación qué diablos es lo que tiene que comunicar. Qué proyecto de país tiene en la cabeza.

Comunicar mejor es un eufemismo amable. El trabajo que le va a tocar hacer al presidente es bastante más hondo que dejarse ver en televisión de vez en cuando de aquí a noviembre. Necesita, con cierta urgencia, reconectar con la sociedad, estudiarla, conocerla en su enorme diversidad y, a ser posible, entenderla.