OPINIÓN

Monólogo de Alsina: "El referéndum no es un pulso a Rajoy sino a la sociedad española"

Sucedió a las once y media de la noche. Recién terminado el concierto en el Manchester Arena. El público abandonaba ya el recinto, sonaba la música de ambiente, cuando se escuchó una explosión.

Carlos Alsina | @carlos__alsina

Madrid | 23.05.2017 07:53

Y a partir de ese momento, la duda sobre lo que está sucediendo, la urgencia por salir de allí cuanto antes, el efecto contagio que se produce entre el público.

El atentado en el vestíbulo del Manchester Arena deja 22 asesinados y sesenta heridos.

Al espanto que supone un asesinato múltiple como éste se une la circunstancia de que el publico de esta artista, Ariana Grande, lo forman sobre todo adolescentes y críos.

Críos que entraron al concierto como fans de una cantante y salieron como supervivientes de lo que todo indica que ha sido un atentado yihadista.

La policía investiga los hechos sin llegar a confirmar aún que el autor sea uno de los muertos: asesino múltiple y suicida.

Manchester, habitantes de la ciudad británica, se han volcado esta madrugada para ayudar a los visitantes de fuera que habían viajado para asistir al concierto. Familias que han abierto sus casas, taxistas que han estado toda la noche trasladando heridos y afectados, hoteles que han dado alojamiento a quien lo ha pedido.

Hoy es Manchester la ciudad que ha amanecido entre la indignación, el dolor y el lamento.

Dentro de una hora inicia el gobierno de Theresa May una reunión de urgencia para conocer la marcha de la investigación, analizar el riesgo y tomar nuevas decisiones.

Cuando yo era pequeño echaban en la tele única de entonces El Virginiano. Aquella serie del oeste cuyo protagonista era el misterioso vaquero de Wyoming pewo cuyo personaje más popular era —usted a lo mejor también se acuerda— otro vaquero al que llamaban Trampas.

El famoso Trampas, el mejor amigo del Virginiano que debía su apodo a su pasado como jugador de cartas. Como jugador y como tramposo compulsivo, naturalmente. Trampas, cuando jugaba, engañaba. Iba de tipo cordial y bienintencionado pero, cuanto podía, te timaba.

Trampas era rubio pero tenía tanto pelo como Carles Puigdemont. Mejor peinado, es verdad. Y con sombrero. Pero el apodo, cincuenta años después, le corresponde por méritos propios al presidente de la Generalitat de Cataluña. TrampasPuigdemont. Una tras de otra.

La primera de anoche, y la más tonta, fue pretender que el público que le escuchaba en el Palacio de Cibeles era la representación de la sociedad española. La España real a la que se dirigen Puigdemont y sus dos teloneros, el pensadorRomeva y el amigo de Soraya Junqueras, para persuadiarle de que ellos son mensajeros de la paz, profetas flower power de la fraternidad y el buen rollo que acuden a Madrid a predicar la verdad porque en Madrid, según Romeva, la gente está mal informada. Intoxicada por la narrativa del conflicto. Miren, el público que escuchó ayer a Puigdemont estuvo compuesto, en su abrumadora mayoría, por periodistas y partidarios de su referéndum. O sea que jugaba en casa, aunque dijera, oh cielos, que estaba ¡en Madrid!, esta ciudad tan desinformada.

Ocurre que escogió un mal día el trío publicista para sostener que en Madrid se sabe poco de lo que ellos, en realidad, pretenden. El País reprodujo en seis páginas el truco supremo al que ha dedicado tiempo y recursos el gobierno catalán para fingir que violar la ley es legal y que tumbar la Constitución es perfectamente constitucional. Éste es el juego de espejos de la pretenciosa Ley de Transitoriedad Jurídica. La apariencia de legalidad. La coartada. Como violar la ley suena muy poco democrático, se preparan unos folios que digan que el Parlamento autonómico puede imponer sus leyes a las Cortes españolas. Y el rodillo independentista, que lo bendiga. Cuando el borrador ve la luz y queda en evidencia la mascarada, Puigdemont suelta su conferencia sin hacer ni media alusión al texto no vaya a notarse que el diálogo que ofrece esconde la puñalada.

La trampa mayor de Trampas Puigdemont —y antes que él de Artur Mas— es plantear el asunto éste del referéndum para la independencia como un pulso que tienen con Rajoy. Y ocurre que no es con Rajoy con quien tiene una discrepancia insalvable el señor Puigdemont. Es con la sociedad española. Representada, por más que él y Podemos lo quieran poner en duda, en el Parlamento nacional, las Cortes españolas.

El señor Puigdemont, como Mas, como Junqueras y Romeva y todos los demás, saben desde hace años cuál es el camino legal para intentar alcanzar sus objetivos: se lo dijo el Consejo ése de notable que montaron para diseñar la hoja de ruta y se lo confirmó, en plena sintonía, el Tribunal Constitucional. El camino se llama reforma constitucional. Convence a la sociedad, representada en su Parlamento, de que hay que meter los referendos de autodeterminación en la legislación española y lo tendrás hecho. Eso es democracia, Puigdemont. El problema es que el independentismo sabe que no cuenta con esa mayoría social para modificar la norma. En el Parlamento tiene de su lado a Podemos, al nacionalismo vasco y al independentismo de Bildu. Pero no tiene ni al PP, ni aCiudadanos ni al PSOE. Es decir, no cuenta con el 70 % de la sociedad. Por eso la vía legal no les sirve. Y por eso les resulta más fácil hablar de Rajoy y de que no les deja hacer un referéndum.

Y proponer esta solución, a ver qué les parece: primero, que Rajoy trague con el referéndum sí o sí y después que vaya al Parlamento y haga los enjuagues que necesite para que la cosa parezca legal.

Trampas Puigdemont, de trampa en trampa. Invocando al Rey Felipe como avalista de su pretensión de romper España.

Trampas, trampas, trampas. El president predica su amor por el debate y la discrepancia pero huye como de la peste —se ha visto— del debate parlamentario. Fuera del Parlamento autonómico en el que disfruta del rodillo independentista de Junts pel sí y la CUP no quiere debatir con nadie. Fue invitado a defender su posición en el Senado y la rechazó. Ha sido invitado a defender su posición en el Congreso y la ha rechazado. Fue convocado a la Conferencia de Presidentes y no acudió. Él sólo quiere dar conferencias. El presidente conferenciante. Sin posibilidad de réplica.

¿Por qué? Porque si acude al Congreso a defender que la autodeterminación es constitucional —esto que, según él, avalan decenas y decenas de juristas (cienes y cienes)— se apoderará de él el espíritu de Juan José Ibarretxe. El lendakari estrellado que fue a las Cortes a defender su proyecto soberanista, la mayoría parlamentaria le dijo que no lo compartía y no fue capaz de aglutinar una mayoría que impulsara el cambio constitucional. Esto es lo que Puigdemont no quiere que se vea. Y esto es lo que el gobierno quiere poner en evidencia.

El envite independentista, con la pamema ésta de la transitoriedad jurídica, se puso en marcha en el Parlamento catalán hace año y medio, nada más confirmarse que la suma de Junts pel sí y la CUP daban lugar al rodillo parlamentario, la apisonadora.

La diferencia entre la primera declaración independentista de ese Parlamento y esta nueva ofensiva que protagoniza ahora el trío de publicistas en gira promocional no es lo que aspiran a conseguir, ni lo que dicen, sino la respuesta que ha obtenido del Estado, de esa mayoría parlamentaria que, en las Cortes nacionales, tiene prometido que no pasarán por alto ni un solo capítulo del desafío.

En octubre de 2015, cuando el rodillo indepe se manifestó por primera vez, el presidente Rajoy —en puertas de una campaña electoral— recibió en la Moncloa a Pedro Sánchez, líder del PSOE aparentemente afianzado que en vísperas también de disputarle a Rajoy el voto de los españoles no tuvo inconveniente en retratarse con el presidente en el jardín de palacio ratificando la unidad de acción del gobierno y la oposición de entonces para responder juntos al intento de saltarse la ley y dinamitar la Constitución. Año y medio después, el independentismo aprieta de nuevo. Pero Rajoy y Sánchez no consta que le hayan dedicado ni medio minuto a hablar entre ellos de este tema.

La posición del PSOE respecto de la autodeterminación y el referéndum no ha cambiado,

pero por alguna razón a Puigdemont y compañía les gusta más Sánchez que Susana. No porque sea más de izquierdas —que Puigdemont rojo no ha sido nunca— sino porque le ven más receptivo a los matices y el discurso polisémico.

Con quien Sánchez habló ayer no fue con Rajoy sino con Pablo Iglesias, un rato antes de que éste acudiera con entusiasmo a aplaudir a Trampas —a Puigdemont— en su parrafada madrileña.

La moción de quita y pon.

Si el PSOE presenta la suya con Sánchez de candidato,Podemos le vota. ¿Ahora sí le vota? Ahora que no sale.