OPINIÓN

Monólogo de Alsina: "Como Estrasburgo no se pronunciará ni hoy, ni mañana ni este año, Puigdemont no será presidente"

San Valentín. El día del des-amor. De la ceniza. De ya no sentimos lo mismo. De qué fue de lo nuestro.

Carlos Alsina | @carlos__alsina

Madrid | 14.02.2018 07:56

El serial.

Hay frialdad. Desconfianza. Recelos y rivalidades en la pareja.

En el capítulo de hoy del serial puigdemoníaco suenan tambores de ruptura. La pareja a la fuerza que formaron en la fogosa noche del 21 de diciembre el PuigDeCat triunfante y la Esquerra disminuida hace agua y amenaza quiebra.

Nunca hubo amor entre Puigdemont y Junqueras. Nunca. Como no lo hubo entre Junqueras y Artur Mas. Como acabó por no haberlo entre Artur Mas y Puigdemont. Se han amado poco los tres. Junts…pel interés. La pandilla que sólo era actuaba como tal, en pandilla, cuando se trataba de urdir planes para hacerle la puñeta al Estado.

Pero amor no hubo. Ni lo habrá.

A la estabilidad de una pareja en crisis no contribuye la distancia física. Mil kilométrica. Puigdemont se largó a Flandes haciéndole la butifarra a Junqueras y a éste lo metieron en prisión preventiva en Estremera.

• El primero se alquiló una mansión que nadie sabe quién le paga.

• El segundo se apaña en una celda de once metros.

• El primero se entretiene organizándose comidas y cenas con sus afines.

• El segundo juega al fútbol en el patio de la cárcel y lesiona sin querer a atracadores de bancos.

• El primero está empeñado en volver a ser presidente a cualquier precio.

• El segundo se ha propuesto que no lo sea.

Y ahí se ha quedado parada la trama. Ahí anda atascado el serial. El argumento no avanza y a los actores se les va notando el cansancio. Olvidan a ratos su papel de soldados en formación por la causa y aflora la verdad de lo que llevan dentro: el hartazgo ante una pretensión condenada al fracaso, la de Puigdemont, y la decisión de Junqueras de darle largas. Pataditas al balón no para que avance sino para que apenas se mueva. Peloteando. A seguir corriendo en círculo en el medio del campo.

En el episodio de ayer —seguro que lo vieron—, Nuevo Tono Torrent dejó en vía muerta la pretensión de cambiar la ley para hacer viable la investidura de un fantasma y anunció un recurso ante el Tribunal de Estrasburgo para que parezca que de verdad está haciendo algo. Estrasburgo a lo mejor se pronuncia sobre el Constitucional, pero no será hoy, ni mañana, ni este año. Con Estrasburgo no se hace presidente al señor de Waterloo. Y los del PuigDeCat se han revuelto en público, contrariados, pero sin hacer escándalo de la burda jugada.

Ahí siguen. Uno resistiéndose y el otro dando largas.

La investidura muerta y el autogobierno intervenido.

El 155, reinando.

Y el serial, empantanado.

El Tribunal de Estrasburgo condenó ayer al Estado español por maltrato físico a dos etarras. Ésto es un hecho. Entiende el tribunal que el Estado no ha sido capaz de dar una explicar convincente a las lesiones que presentaban los dos asesinos de la T4 después de ser detenidos.

A estos dos, Portu y Sarasola, los detuvo la Guardia Civil en 2008 en Mondragón, un año después de que asesinaran a dos personas (y pudieran haber asesinado a muchas más) con la furgoneta bomba de la T4. Ellos dijeron que los guardias les habían apaleado una vez detenidos y los guardias dijeron que se habían resistido a la detención y por eso hubo que usar la fuerza. La Audiencia de Guipuzcoa condenó a los agentes, el Supremo rectificó la condena porque entendió que no estaba probado el maltrato y ahora el Tribunal de Estrasburgo corrige de nuevo y condena al Estado.

Oiga, no dirán estos tipos de ETA y sus alrededores que no existen garantías judiciales. No sólo porque venga Estrasburgo a condenar ahora, sino porque ya hubo un tribunal español que lo hizo.

La condena es por haber dado un trato degradante a los etarras detenidos. No por haberles torturado repetidamente en un sótano aplicándoles el water boarding o las descargas eléctricas, como quiere dar a entender el entorno etarra (que lo sigue habiendo). Hubo uso ilegítimo de la fuerza, en opinión de Estrasburgo, pero no torturas, que son otra cosa. No se les maltrató para que confesaran, se les lesionó innecesariamente al detenerles.

Ha hablado el Tribunal y al Estado le corresponde acatar y cumplir.

Hay que indemnizar a estos dos con cincuenta mil euros. Que son bastante menos de los que ellos deben a las víctimas, a sus familias y a todos nosotros, por volar el parking de la T4. Debían dos millones de euros, ahora será un millón novecientos cincuenta mil.

Si hay excesos, se pagan.

Pero no confundamos los nombres de los buenos y los malos en esta historia.

• Diego Estacio y Carlos Palate fueron los buenos de esta historia, los dos ciudadanos que mató ETA en la T4.

• Portu y Sarasola fueron sus asesinos. Que confiaron en que huyendo y escondiéndose quedarían impunes pero que fueron detenidos por la Guardia Civil, juzgados y condenados.

Intentaron matar a otras 48 personas con su furgoneta bomba. Y hoy están cumpliendo su pena.

Esto, también, son los hechos.

Lo de Oxfam se le pone muy feo a esta ONG con presencia en un montón de países.

También el nuestro. Con decenas de miles de socios que merecen algo más que un párrafo en la página web después de las denuncias que se amontonan en esta semana horribilis de Oxfam.

• La revelación de que hubo cooperantes en Haití que organizaron fiestas sexuales con prostitutas en las casas que ocupaban. Aprovechando lo baratos que se ofrecían los servicios sexuales en un país pobre de solemnidad y devastado por un terremoto.

• La denuncia de explotación laboral y abusos sexuales en otros lugares del mundo. Que llegaron hasta la dirección de la ONG en Londres, como contó ayer en una entrevista una ex directiva.

• Más denuncias: éstas de adolescentes que colaboran como voluntarios en las tiendas de Oxfam en el Reino Unido y que informaron de acoso sexual. Sin que nadie les hiciera caso.

• Y por último —de momento—, la detención del presidente de Oxfam Internacional por un caso de corrupción en Guatemala. Fue ministro de Alvaro Colom y pasa la noche, con medio gabinete, investigado por el desvío de dinero publico a empresas privadas.

El escándalo es de enormes dimensiones. No sólo porque lo han destapado antiguos directivos de la ONG, no sólo porque ha admitido la existencia de abusos en Haití la subdirectora de la organización —que ha presentado su renuncia—; es un escándalo grande porque lo que está en cuestión no es si todos los empleados de Oxfam son abusadores (obviamente no lo son, la abrumadora mayoría de ellos son, seguro, profesionales honrados y entregados); lo que está en cuestión es el encubrimiento. La actuación de los responsables de la ONG cuando supieron de la existencia de estos casos, cuando tuvieron sobre la mesa las denuncias.

La reacción que ha tenido Oxfam se parece mucho a la que tienen los partidos cuando les estalla un caso de corrupción. O a la que tienen los obispos cuando se destapa en su diócesis un caso de pederastia. La reacción es limitar el alcance a esos casos concretos y pedir que no se extienda la sospecha a toda la organización porque haya unos cuantos garbanzos negros. Pero tanto en el caso de los partidos, como en el de la Iglesia católica, como en el de Oxfam, lo relevante es qué sabían de esos garbanzos negros antes de que la opinión pública, a la justicia, tuviera noticia de ellos. Qué sabían y qué hicieron para saber. Para esclarecer. Y para castigar.

Por lo que se sabe hasta ahora, los responsables de Oxfam eligieron el encubrimiento. Silenciar lo ocurrido. Presionar a los afectados para que no hablaran. Ése es el escándalo. En una organización que depende de algo tan delicado como su reputación. Porque de eso depende la confianza de sus cientos de miles de socios.