Recorrido por los parajes de 'Puerto escondido'

María Oruña: "El paisaje forma parte de los personajes"

Puerto Escondido es una novela escrita a raíz de una sensación generada por un paisaje. Siguiendo la carretera que une Ubiarco y Suances se accede a la playa de Santa Justa. Un paraje agreste de acantilados que rodean una ermita, tan fascinante como aterrador. Allí ocurrió el crimen real que da pie a esta novela. De la mano de María Oruña, recorremos los mismos lugares que ella escogió para situar la acción y a sus protagonistas.

Asun Salvador

Cantabria | 18.09.2015 17:57

María Oruña en el Faro de Suances
María Oruña en el Faro de Suances | Daniel Dicenta Herrera

Villa Marina y faro de Suances

Puerto Escondido arranca en Suances, en un caserón conocido como “Villa Marina”. María, la autora, pasó periodos de su infancia cerca de ese lugar: “Viña Mar y Sol” en la realidad. “Siempre me llamó la atención la cabaña que hay junto a la casona y empecé a especular”, relata. Por eso situó el comienzo de la novela en ese punto, en el momento en el que Oliver Gordon, un joven inglés de ascendencia española, hereda de su madre el caserón y decide trasladarse a él.

En el transcurso de las obras de remodelación, se producirá un macabro hallazgo: entre los muros del sótano, aparece el cadáver de un bebé momificado. El suceso desencadenará toda la ola de crímenes con los que, a partir de ahí, se encontrará el lector, así como una investigación trepidante que se nos narra en tercera persona y en pretérito perfecto simple al tiempo que una segunda voz, misteriosa y sugestiva, nos habla directamente, en tiempo verbal presente.

Paradójicamente, esa segunda voz trasladará al lector al pasado, para contar los hechos y desgracias que sucedieron a la familia de Jana durante la guerra civil, siendo ella una niña. ¿En qué punto y por qué confluyen ambos relatos? Una de las claves la tiene el paisaje. Para Oruña, “el paisaje no es un personaje pero sí forma parte de los personajes”, les imprime carácter. “Tengo mucho cuidado cuando describo según qué paisaje, qué personajes están allí”, precisa.

Santillana del Mar

Este es un lugar que ha fascinado a escritores de tanto poso literario “como Pérez Galdós”, recuerda María Oruña. “Es como si en él se hubiese detenido el tiempo”. Sin un minuto que perder, en un recorrido casi frenético por sus calles, emulamos los pasos que darán dos de los protagonistas de la obra, Oliver Gordon y la teniente de la Guardia Civil Valentina Redondo, en busca de respuestas que les ayuden a resolver el caso.

Por supuesto, en el libro no es casual ni la forma en la que llegan al pueblo, ni aun la música que escuchan. Son pistas que la autora ofrece al lector, como también lo son las citas literarias, filosóficas y cinematográficas que encabezan varios capítulos, algunas referidas a la muerte, al diablo o al propio proceso indagatorio para llegar hasta la verdad.

“Me pareció muy divertido dar pistas silenciosas y ver si el lector entrenado iba pillando lo que yo le dejaba por el camino. Por supuesto, nada es al azar. Todos los personajes y todo lo que va a pasar en ese capítulo concreto tienen que ver con ese texto que yo pongo ahí”, añade.

Iniciamos nuestro recorrido por Santillana en el Parador, en la parte alta del pueblo. Muy cerca se sitúa el Ayuntamiento, con su fachada sobria, que casi invita más a la reflexión que a imaginar misterios. Pero la sensación será fugaz. Enseguida iniciamos el descenso por calles estrechas que nos trasladan, por su apariencia y aparejos, a tiempos más oscuros.

De camino al Monasterio de las Clarisas, salen al paso frases talladas en las paredes como si nosotros mismos fuésemos partícipes de una gymkana esotérica. Al llegar, un cartel invita a afinar el paladar: “Repostería Hermanas Clarisas”. Basta con aguardar un rato en la sala del torno para ver colmada la expectativa. El trámite será rápido y reconfortante, en nuestro caso.

Después de eso, volvemos al exterior. Según avanzamos en el paseo, curioseamos lo que albergan los pequeños zaguanes del pueblo, en otro tiempo garajes para los carros y hoy tiendas de productos típicos. Y elucubramos sobre los grandes escudos que coronan las casonas, como el de los hombrones con sus dos militares bigotudos, testimonio histórico del patrimonio y la estirpe de sus antiguos habitantes: “si el yelmo miraba hacia la derecha, el morador era hijo legítimo; si miraba hacia la izquierda, era bastardo”, aclara José Antonio Inguanzo, que hoy regenta “Casa Quevedo”, emblema de Santillana por sus sobaos y parada obligada por lo arquitectónico y por su importancia en el libro, que no desvelaremos al lector.

Frente a este edificio, se sitúa el antiguo lavadero del pueblo: “de pequeña me gustaba pasear hasta aquí, siempre fue mi zona favorita”, confiesa María. Delante de él, se nos descubre un túnel techado que invita a entrar. Al fondo, se abre otro de esos puertos escondidos no exento de sorpresas, en el que conviven en extraño maridaje el apacible olor a menta del patio trasero de una casa abandonada con el óxido del jardín de los horrores que componen los aparatos que pueblan el patio contiguo, el del Museo de la Tortura. Para recobrar el sosiego, visitamos un monumento más: la Colegiata de Santa Juliana con su claustro románico.

Playa y acantilados de Santa Justa

De vuelta a Suances por la comarcal CA-351, llegamos a la playa de Santa Justa, coronada por las ruinas de San Telmo. El acantilado sirve apenas de cobijo a una ermita, que es la que da nombre a la playa y que sufre los embates próximos del mar que en ese punto rompe con violencia. El día se nos pone lluvioso y ventoso. Será la ciclogénesis.

“La fiereza de este lugar es lo más representativo de algunos de los personajes principales de la novela, como son Clara y Jana”, sentencia María.

La imagen es imponente y rotunda y genera sensaciones contradictorias. Es un escenario magnético. Uno puede intuir, casi nada más llegar, que esconde secretos truculentos. Esa intuición fue la que llevó a la propia autora a iniciar una investigación a través de la que descubrió el crimen real germen de la novela, y que se desarrolló en estos acantilados, en los que hasta 2006 se levantaba una casa que hoy ya no existe: el asesinato de un “señorito” a manos de su ama de llaves quien, despechada, lo mató y descuartizó, introdujo los restos en un saco y los arrojó al mar.

Así lo cuentan las gentes del lugar y así lo conoció María por boca de su abuela. “Este hecho me hizo cuestionar e investigar las coordenadas sociales y culturales de aquella joven”. Para ello, Oruña desplegó un exhaustivo y meticuloso trabajo de documentación a través de libros y de quienes todavía viven y recuerdan historias de la guerra civil y de aquel suceso, ocurrido en 1953. Por este método, llego a conocer hasta los tacos y expresiones de la época que están reflejados en la novela. El relato está plagado, además, de detalles forenses que deben su rigor a las consultas que la autora cursó a la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil, a la Unidad Orgánica de la Policía Judicial y al Instituto de Medicina Legal de Cantabria.

La visita finaliza aquí pero el viaje literario continúa. María Oruña trabaja ya en una segunda parte, que también transcurre en Cantabria y en la que de nuevo aparecerá Oliver Gordon. Y hasta aquí podemos contar.